lunes, julio 14, 2008

El gran banquete

Un hombre entra a un cementerio. Es de noche, el lugar está solo excepto por la presencia de unos cuantos gatos que bien alimentados para ser callejeros, se relamen frente a una tumba a medio abrir. Camina determinado por un pasillo largo entre los mausoleos hasta llegar a una explanada de tumbas enterradas en el pasto, se detiene, las observa y sigue caminando hasta que ya no hay más tumbas. Consigo lleva una pala, la hunde en la tierra con firmeza y empieza a cavar. Ya casi al amanecer piensa que el hoyo es lo suficiente profundo, se siente en el filo, las piernas colgando para adentro de la fosa y recuerda ese día. Se lanza adentro, se tapa la boca con el pañuelo preparado de forma cuidadosa la noche anterior, aspira la muerte. Esa semana los gatos se engordaron con desilusiones.

domingo, julio 13, 2008

Litio

Anda por toda la casa vestida completamente, desde el cuello hasta los tobillos, poco le importan los treinta y ocho grados de calor pronosticados en el periódico. Se encarga de ir habitación por habitación para bajar las persianas después de cerrar la última, la del comedor, sube a su cuarto con una escalera, la coloca en el medio y se trepa para sacar el foco. Todo está listo, aunque por el intenso sol todavía hay unos cuantos rayos de sol que se escabullen por las persianas. Va hasta el ropero y busca en los cajones hasta que lo encuentra; un elegante sombrero de paja adornado con un listón negro. Se pone el sombrero y se dispone a bajar para servirse el desayuno. Ya en la cocina saca lo necesario para la primera comida del día, el yogurt natural, la miel, la avena, dos tostadas integrales, doce uvas y medio vaso de leche. Se sienta en la mesa de madera en el centro de la cocina, coloca una servilleta de tela sobre sus piernas y empieza a comer. Primero el yogurt mezclado metódicamente con la miel y la avena, después pasa a las tostadas, las toma de forma delicada sólo con el pulgar y el índice de su mano que está cubierta con un guante. Las uvas las deja para el final, se las come una por una, nunca dos a la vez. Se toma el vaso de leche y se levanta de la mesa. Se da cuenta que a pesar de las persianas la luz que entra a la cocina le molesta, va a la sala donde encuentra el diario y vuelve con él a la cocina. De un frasco amarillo saca una cinta aislante que había dejado ahí hace algunos días. Abre las hojas del periódico y empieza a empapelar la ventana. Han quedado perfectas, se felicita.

Va a recostarse a la sala para hacer la digestión, se queda ahí unos cuantos minutos hasta que siente una sensación de quemadura en la cara. Sube otra vez a su cuarto y del primer cajón de su cómoda de roble saca un pote azul, se lo unta en el rostro y siente alivio. Deben ser los rayos actuando en mis genes piensa. Decide mejor recostarse en la cama así como está; vestida de negro, cubierta con guantes, pantalón, medias, camisa con cuello largo, el sombrero y la cara blanca por la crema. Se queda viendo a las persianas, tal vez debería comprar unas más gruesas y en ese momento una leve brisa permite la entrada de luz directamente sobre ella. Se para precipitadamente y busca desesperada en el ropero sus gafas. Busca entre los montones de ropa pero no las encuentra y la mirada se le va nublando poco a poco. Cuando piensa que se ha quedado ciega encuentra las gafas entre los miles de recortes que colecciona hace ocho años, se lee en el primero “Los daños irreparables de la radiación ultravioleta”.

Aceptación

La otra parte de mi se ha ido para no volver. Esa parte más irracional, más macabra, más carcajada, más boca, más mentira se ha ido a un mundo fantástico al que yo no puedo entrar por incrédula, y me cierran la puerta en la cara y no me dejan que le diga adiós. Quisiera estirar mi brazo, poder llegar hasta ese mundo donde mi otra parte está encerrada y halarla hasta mi realidad, que también es ficción, que era nuestra ficción.

Fuga

Las paredes del convento eran blancas y frías. No sabía bien cómo había llegado ahí, las dudas empezaban a corroerla y entonces empezaba a orar. Quizás fue ese miedo a las emociones humanas, como la duda, las que la hicieron refugiarse en esa casa dedicada a Dios donde cientos de mujeres se resguardaban de lo mundano. Sacó un rosario de su bolsillo.

sábado, julio 12, 2008

Flash Informativo

Caminando por el barro Eusebio se fija en sus botas de hule, están viejas. Viejas e inservibles como todo en el pueblo. De tanta lluvia tropical mezclada con tierra, en las botas se ha abierto un agujero entre la suela, en su casa se ha abierto un agujero en el techo y en su bolsillo también se ha abierto un hueco desde tanto tiempo atrás que ya ni lo recuerda. Un dedo mugriento se asoma para recordarle a Eusebio su infortunio. Recuerda a la Meme.

Si la Meme estuviera haría que me arregle las jodidas botas por lo menos, piensa Eusebio. La muy desagradecida, a la que encontró botada de bebé cerca del estero y la crió como suya, metió un día sus pocas pertenencias en una funda, cogió un colectivo en el medio del camino de lodo y se fue para quién sabe dónde a probar otra suerte. La Meme desapareció un día domingo de Jesús María. Y se acuerda que fue un domingo, porque ese día, el último de la semana, se la iba a dar al Míster para que le sirva de quién sabe qué por allá en la ciudad donde manejaba las ventas de la plantación.

Después de todo algo de culpa de la huída de la muchacha había sido suya, regalársela al patrón, pero después de criar a la Meme como su propia hija en algo tenía que retribuírsele. La oportunidad de dársela al Míster se presentó en los tiempos de más austeridad y pagándole por adelantado, además, la Meme siempre decía que se quería ir del pueblo, que se quería ir a la mierda misma, y que para cagar en una letrina prefería no cagar y que se le rompan los intestinos de una buena vez. Eusebio no había hecho nada más que tratar de complacerla y ganarse una platita que no le venía mal para darle una mejor casa a la Gladys, su mujer, y a la hija que habían tenido los dos después de los cincuenta: Pancha.

Llegando ya a la casa, donde tendría que afrontar al Míster que lo estaría esperando, se dio cuenta que se había quedado sin hija adoptiva, sin plata, probablemente sin trabajo y sin Gladys, que harta de sus promesas probablemente también lo dejaría. Respiró profundo, se sacó el sombrero y entró a la casa a decirle la verdad al Míster; que la Meme se había ido, que no sabía dónde estaba. En un español entrecortado el americano sesentón lo insultaba con desprecio.

Desde que había llegado a la plantación le había puesto el ojo al culo de la quinceañera, el deseo era tan grande que no dudó en proponerle la compra a Eusebio López López, ese campesino maltrecho y producto de la copulación entre primos hermanos. Eusebio mantenía la cabeza gacha ante el patrón y no hizo nada cuando el gringo entró desesperado al cuartucho donde dormía la Gladys con su hija, buscando a la Meme ante la incredulidad de lo ocurrido.

La rabia contra Eusebio era tan grande que lo tenía que hacer pagar. Agarró de un tirón el brazo de Pancha que en ese entonces no llegaba a los 4 años, su grito de dolor debió escucharse en todo el pueblo. Se la llevó entre el llanto de la madre que no entendía por qué se llevaban a su hija por la fuerza, y los gritos de Eusebio que entendía que Pancha no iba a regresar. Dios mío y la virgen, a ellos les pedía las fuerzas mientras sacaba su machete para atravesar la pierna del gringo y los gritos de horror de Pancha se debían escuchar en todo el pueblo. Machetazo fallido, era débil, débil de alma, débil de todo, no podía atacar al patrón ni siquiera por su propia hija, por su propia Panchita que de milagro había sido concebida.

Le había fallado al Míster, debía aceptar el castigo, sumisión. La detuvo a Gladys en sus brazos que histérica quería correr atrás de su hija, que no se la lleve, que no me la quite, que no se la lleve por favor, que yo sé donde está la Meme, que se fue de puta a la sierra. El gringo no escuchaba nada más que los gritos de la niña que llevaba cargada por la espalda y que más tarde, cuando acabara con ella, terminaría sumergiendo en el estero.

Esa semana se escuchó en la ciudad, en el noticiero del canal cinco, que una pareja de campesinos se quitó la vida por la súbdita muerte de su hija pequeña producto de una epidemia que abunda en la plantaciones de banano de la costa. La noticia fue no relevante.

Yemanyá

Todos los inviernos vamos con toda la familia a la playa. Yo tengo once, en el orden de mis siete hermanas yo soy la del medio. Las tres mayores van el carro de papá y las tres menores en el de mamá, yo puedo escoger con quien ir y siempre voy con mamá para ser la mayor y sentarme adelante. Laura, Irene y Maca son las mayores, tienen sus secretos y sus códigos, comparten todo, menos los novios y los domingos por las noches se encierran siempre en el cuarto de Maca a hacer quién sabe qué.

Una vez mamá al verme llorar en la puerta del cuarto donde mis tres hermanas estaban reunidas las obligó a abrirme y dejarme estar con ellas. Las tres se lanzaron contra mi diciéndome que era una niña tonta y mimada, que les había arruinado la noche, y yo llorando ni siquiera podía hablar. Las tres se fueron a dormir a sus cuartos, Maca se fue al cuarto de Irene y me dejaron ahí, sola.


Laura tiene veintiuno, todos siempre dicen que es inteligente, muy inteligente, a mi la verdad no me parece nada fuera de común. Siempre está leyendo largas novelas históricas seguramente aburridas. Tiene un novio raro, se llama Antonio, creo que es un escritor o algo así, habla raro, cuando va a la casa me escondo. Laura a veces me ayuda con los deberes de la escuela, no es muy expresiva pero sé que el fondo me quiere.

Irene tiene dieciocho, cuando me lleva a la escuela todos la miran, hasta las mujeres, por envidia supongo. Yo también le tengo un poco de envidia, me encantaría haber sacado sus ojos, son como dos almendras gigantes, y ese pelo largo castaño, las pecas en los hombros. Irene me odia, le da vergüenza salir conmigo a la calle, me doy cuenta porque siempre que me tiene que llevar a alguna parte me peina y me viste, que así no te voy a sacar, que pareces niña de la calle, que por qué te cortaste tú el pelo.

Maca tiene diecisiete, es la más linda e inteligente de todas, por lo menos para mí. Es divertida, se ríe por lo menos veinte veces al día y se la pasa hablando por teléfono con su mejor amiga Anita. Cuando no está con las otras dos me deja estar en su cuarto con ella, me deja hacerle trenzas, me deja leer sus revistas y me presta sus discos. La Maca es mi hermana favorita, la quiero tanto, si solo fuéramos ella y yo sería todo diferente.

Las tres menores, Cecilia, Florencia y Claudita tienen ocho, seis y seis, las dos últimas son gemelas y siempre las visten igual. Entre ellas acaparan a mamá, son tres demonios. Una vez me dejaron a su cargo pero no las aguanté y las encerré a las tres para que se maten entre ellas en el cuarto de mis papás, cuando llegaron estaba todo hecho un desastre, y la estatua de la virgen que heredó mi mamá de la abuela Isabel, rota. Me castigaron por una semana entera pero por lo menos no me hicieron cuidarlas otra vez. Igual las tres mayores siempre las cuidan, Cecilia es la favorita de Irene, Florencia la favorita de la Maca y Claudita es el amor de la vida de Laura.

Llegamos casi al mismo tiempo que papá, nos bajamos y ayudamos a bajar las cosas de los carros. Después mamá limpió un poco la casa que tenía un poco de arena por doquier. Cómo llegamos temprano nos fuimos a poner nuestros pantalones de baño para ir directamente a la playita que estaba en frente de la casa. Esperé mi turno para entrar al baño, cuando entre y me bajé el short amarillo heredado de mis hermanas mayores estaba ahí, una gran mancha roja, el momento por el que todas mis compañeras de clase se morían porque llegara menos yo. Sentí asco, pena, miedo, llamé a mamá y escuchaba como las estúpidas de mis hermanas me imitaban. Al fin mamá llegó se me rió con cariño y me saco del baño, me llevó al cuarto principal y ahí me dio unas pequeñas clases de cómo poner la toallita, me abrazó y me felicitó sin que yo entienda por qué. Le hice jurar que no le contaría a nadie, que por favor no le cuente a papá y peor a mis hermanas, aunque por todo el llanto que acababa de hacer se lo debían imaginar.

Fuimos a la playa sin papá y mamá, sólo las siete, cada una llevaba algo, parasoles, toallas, bolsos, revistas, juguetes para las niñas, cosas para comer. Cuando acomodamos todo y nos sentamos bajo el parasol las tres mayores se empezaron a reír, Cecilia también, se estaban riendo de mí. Ya eres toda una señorita, a ver si dejas de portarte como un niño. Me aguanté las lágrimas y me puse a leer una revista completamente estúpida, de esas que lee Irene. Después de un rato decidieron meterse todas al mar y Laura me preguntó en tono burlón si me iba a bañar también, no respondí y en ese momento deseé con todas mis fuerzas que se las llevará el Mar. Una vez leí en un libro de la Maca que la diosa del mar se llamaba Yemanyá, creo que por eso imaginé una figura verde, hecha de algas halando a mis hermanas a lo profundo del océano.

Se metieron todas, y las veía felices, con verdadero amor fraternal agarrándose las manos para luchar contra la marea y no pegarse en las piedras. Las olas rompían fuerte en las rocas, quería decirles que tengan cuidado, que saquen a las gemelas, pero no, no se los dije, ellas sabían lo que hacían. Todo pasó después como un remolino, y no lo puedo recordar bien, sólo tengo en mi mente las manitos de las gemelas agarrándose con fuerza en lo alto, Laura nadando para agarrarlas, la ola inminente, Irene tratando de sacar la cabeza, la ola gigante que se las comía a todas, la Maca arrastrándose en la orilla, corriendo hacia mi parasol. Un abrazo, una despedida, la Maca y yo, yo y la Maca, despidiendo a cinco hermanas.

Si tan sólo fuéramos la Maca y yo.