domingo, mayo 26, 2013

Conocer a un chico en un cumpleaños



(Del lat. fortuītus).
1. adj. Que sucede inopinada y casualmente.
 
    Conocer a un chico en un cumpleaños no es como conocer a un chico en cualquier otra parte. Los cumpleaños celebrados en casas o departamentos o al menos a los que a mí me gusta ir— son reuniones íntimas donde se mezclan amigos de aquí y allá en una única ocasión. Es como si cumplir años fuese la sóla oportunidad que amerita juntar a todos nuestros amigos en un lugar. En un cumpleaños todos son extraños a medias, conocer a alguien en común cotiza alto en el mercado de la confianza.
    La pregunta para abrir cualquier conversación está servida en bandeja de plata “¿De dónde conoces a nombre de quien cumple años aquí?” Entonces es fácil empezar a compartir anécdotas que dan fe de una amistad compartida y las voces se van mezclando con la música mientras los vasos se van llenando de vino. Por un momento da la sensación de que todos podrían ser amigos de todos.
    Si el departamento o casa tiene patio entonces no faltará quien al menos en los cumpleaños que más me gustan comparta sus flores. Entonces la música empieza a sonar como un fondo meloso donde las conversaciones se resbalan de las bocas de los invitados. Las manos se mezclan en los platos con snacks y quizás, quizás nuestra mano se llegue a rozar casi sin querer con la de alguien más.
    Cuando llega la torta, el o la cumpleañera sopla las velas y alrededor los invitados ahora amigos, aunque sea durante lo que dure el evento, festejan y alzan sus copas. Se toman fotos y sigue la fiesta, porque cuando llega la torta ya varios botellas de vino se han vaciado; la reunión ahora es fiesta. Siguen las fotos y algunos empiezan a bailar. Creo que en las fiestas de cumpleaños es todo diversión, si la gente es la adecuada.
    Pero lo mejor que te puede pasar en un cumpleaños es que te guste alguien. Entonces toda la fiesta empieza a girar en torno a ese invitado que llegó tarde y te agarró desprevenida, ya con algunas copas encima. Sabes que las miradas a veces funcionan como imanes pero no puedes creer que de todos los rincones del departamento el invitado se haya sentado justo a tu lado y empiece a hablar contigo. Entonces piensas que tiene una voz sexy y que hace mucho tiempo no habías visto una mirada como esa. Algo importante podría suceder en este cumpleaños. Sabes que este es un encuentro tan especial como fortuito. 
    El invitado, que ha llegado solo, ahora viene contigo a todas partes. Al patio, a buscar un trago, a cambiar la música, a sentarse en el sillón. Entonces el cumpleaños se ha transformado en el lugar perfecto y sólo piensas que no quieres irte sóla, quieres irte de la fiesta con él. Pero el hechizo se rompe cuando la intimidad que antes te agradaba ahora te inhibe, porque no es fácil acercarse más con toda esa luz y todos viéndote. 
    Entonces alguien propone ir a un bar y dices que sí y cuando ya todos están afuera con sus abrigos acordándose de que era invierno, el chico que te gusta dice “yo voy para allá” y en menos de lo que dura chasquear los dedos ya te estás despidiendo con un beso en la mejilla prolongado, pero beso de despedida al fin, sin un número de teléfono, un mail o cualquier tipo de indicio. Estás parada afuera de la casa, con el resto de los invitados que se han quedado, deseando que el cumpleaños no se hubiese acabado nunca. Todos suben a un taxi y van a un bar a seguir la fiesta pero para tí ya se ha terminado porque desde que cruzó la puerta lo único que querías era irte con él, el invitado que llegó tarde al cumpleaños. 

viernes, mayo 17, 2013

Nostradamus


Que se callen las ciudades.
Que en el medio del mar exploten los barcos. 
Que el cielo se tiña de rojo.
Que la selva se trague a los hombres.
Que los volcanes exploten en lava.
Que los animales duerman serenos.
Que el agua corra y que corran también
las lágrimas del mundo.

miércoles, mayo 15, 2013

Hice un verso sin esfuerzo

Y aquí estoy yo otra vez luchando una batalla literaria. Ayer fui a un café con tres buenas amigas en la esquina de la facultad. Carolina, Martina y Sara. Las iba a nombrar con las iniciales de sus nombres, pero sus iniciales no alcanzan, tengo que nombrarlas completas porque así de mucho las quiero. Con nuestros cafés con leche en las manos Sara nos contó sobre un concurso de poesía en el que ganó el segundo puesto. Que meritorio es ganar segundos puestos, creo que es mucho mejor que ganar el primero. El primero es como ese alumno aplicado chupa medias que cumple todas las expectativas del profesor y se saca un diez. El segundo en cambio se ha salido algo, aunque sea un poco, del canon. Hay algo de subversivo en ser el segundo. Mientras Sara hablaba yo divagaba ayudada por la gripe; los estados de enfermedad a veces son alucinatorios: ¿Cómo se aprende a escribir poesía? ¿Se puede aprender? ¿Yo puedo aprender o estoy destinada a escribir vulgares prosas? ¿Por qué nunca he ganado un concurso? ¿Cómo se sentirá ganar algo así? ¿El don de escribir poesías viene acompañado con el don de recitarlas o eso también se aprende? ¿Cómo se sentirá estar un escenario recitando? ¡Wow! Sara puede hacer todo eso y es mi amiga. Me llena de orgullo. Ya en casa, y aun enferma, sin mucho que hacer me pongo a pensar si alguna vez me enseñaron poesía. Recuerdo algunas clases de lenguaje en el colegio. Cámara referencial, veo mi lapiz contando letras, y espacios (sí los espacios también se contaban) haciendo liaçon entre las primeras y la últimas letras de los versos, creo que eran versos y creo que era difícil, que yo no entendía. Y además me puse a pensar ¿Qué se yo de poesía? Yo no se nada de poesía, sólo se que me gusta Walt Whitman cuando dice “I contradict myself, I contain multitudes” en Song to myself. De Alejandra (Pizarnik, claro, cuál otra) me gustan sus diarios. Aunque primero descubrí sus poemas, yo me quedé con su prosa autobiográfica. Y me gusta Sonia Manzano, pero lo que escribe Sonia Manzano no es poesía, esa perversión exquisita de las palabras es inclasificable. También me gusta Lorca y me gusta como Arturo lo recita. Si me esfuerzo puedo escucharlo y verlo en el patio de la casa de su hermana Irene, mi amiga. “Y yo que me la llevé al río, creyendo que era mozuela pero tenía marido”. Sí. Quizás ese fue mi primer acercamiento adolescente a la poesía. Arturo recitándonos a nosotras, un grupo de chicas algo borrachas, algo contentas, vistiendo nuestros uniformes del colegio. Aun así o más así, disfrutamos la poesía y pedíamos más. Pero mi primer-primer acercamiento serio a la poesía es inolvidable, fue de la mano cadavérica de Medardo Ángel Silva, poeta suicida, guayaquileño, nacido en 1898. Lo descubrí en unos recortes del periódico que mi mamá archivaba y que era el banco de recursos número uno cuando yo tenía que hacer algún trabajo especial para la escuela. Recuerdo que la profesora nos pidió redactar una reseña biográfica de algún personaje famoso. Recurrí al archivo de mi mamá y ahí Medardo y yo nos conocimos y me enamoré para siempre de su historia, de su muerte y de un famoso poema escrito para su gran amor no correspondido: Rosa Amada. “El alma en los labios” luego fue canción, pasillo cantado por Julio Jaramillo. El otro poema que me sedujo fue “Ofrenda a la muerte”, sentí que leía algo prohibido, algo que los adultos callaban, pero mi mamá igual me dejaba leer esas cosas. Sentí pena por Medardo Ángel Silva, con sus lentes y su frac en un retrato blanco y negro, quise salvarlo. En el artículo se nombraba a varios poetas suicidas, decía que eran parte de "la generación decapitada". ¿Qué se yo de poesía? nada. Creo que se más de los poetas, de sus vidas y se meterlos en la historia de mi vida, como ahora. Se sentir sus corazones cerca del mío. Se apreciar cuando es distinta, como la primera vez que escuché un poema de Ghèrasim Luca y la profesora de francés tuvo la amabilidad de explicarnos los juegos sonoros de cada verso. “Prende corps”. Tomar cuerpo. Ese poema es el más brillante juego de palabras. Logré conseguir el libro “La fin du monde” un novio me lo trajo de Francia como un especial pedido. Me lo regaló junto a un abrecartas que ya perdí (cuanto lamento haberlo extraviado). Era una edición de esas que no se ven por aquí; libros con las hojas sin cortar. Leerlo implicó un nuevo rito. Y qué decepción tan grande sentí cuando me di cuenta de que mis vagos conocimientos de un francés ya olvidado no eran suficientes para captar los juegos fonéticos en todo el resto de sus poemas. El diccionario nunca me pareció un dispositivo tan inútil, incapaz de ayudarme a jugar el juego. Guardo ese libro con un tesoro esperando encontrar algún día a un francoparlante con la sensibilidad literaria, la voluntad y la paciencia suficientes para ayudarme en la empresa de disfrutar a Ghèrasim Luca. Y muy lejos de su poesía (que era la favorita de Deleuze) está un querido y viejo amigo que conocí en la casa de mis tíos, en mis reiteradas y siempre fascinantes vacaciones a California: Dr. Seuss. Si sus poemas tomaran cuerpo, corps, no serían nada menos que un gigante y rosado algodón de azúcar como una nube. Oh, the places you’ll go! que lindo fue encontrar este libro el verano pasado en la casa de Mónica, en Guayaquil, en un momento en el que lo necesitaba. Me encanta que Seuss haya usado un seudónimo, que se haga llamar doctor ¿doctor de qué? y que haya escrito esos libros extravagantes para niños a principios del siglo pasado. Que avant-garde! Qué arte escribir con rimas las cosas más trascendentales. El que odia las rimas es porque no ha leído a Dr. Seuss o a Lord Byron. ¿Hay algo escrito así en español? ese tipo de poesía no se puede traducir fielmente. ¿Yo leí poesía en español de niña? No lo creo ¿Cuál habrá sido el primerísimo poema en tocar mi oído? ¿Habrá sido poesía así de linda? ¿La poesía de Ghèrasim Luca es post-estructuralista? ¿No tiene centro? ¿Por qué le gustaba tanto a Deleuze? ¿Cualquier cosa es poesía? ¿Todo es relativo? ¿Por qué no se más sobre esto? ¿Será fructífero tomar un curso de poesía o me lanzo a escribir no más? Ya que hace algún tiempo tengo un bloqueo con la ficción ¿por qué no intentar con la poesía? así dejo de escribir tan autobiográficamente. Creo que tengo algunos textos cortos que parecen poemas ¿Lo serán? ¿Los piropos no son también una especie de poesía? Podría contar una historia sobre el primer piropo que recibí en la calle y que me hizo sentir sucia a los once años. Maldición. Otra vez la autorreferencialidad. Quizás lo escriba en forma de rima, o quizás haga todo un poema sobre mí que se llame Song to myself y que empiece así: I celebrate myself, and sing myself/And what I assume you shall assume,/For every atom belonging to me as good belongs to you. Pero eso ya lo escribió Whitman, y además no podría escribir literatura en inglés así quisiera. Cuántas frustraciones de escritora tengo. Quizás la poesía para mí sea sólo un tímido acercamiento, de vez en cuando, como quien no quiere la cosa.

domingo, mayo 12, 2013

martes, abril 23, 2013

Ver y no tocar. (Petróleo)

Más que atacar furiosamente al juguete,
 lo que hacen los niños es ponerlo a prueba:
¿cuánto resiste?
El artesano, Richard Sennet

Petróleo. Ese líquido negro, pesado, que deja ver en su superficie luminosa distintos colores nacarados. Petróleo. Yo era la afortunada poseedora de una miniatura de barril de madera que tenía petróleo adentro. El pequeño souvenir llevaba la marca de Petroecuador, la petrolera estatal donde mi papá trabajó muchos años. Ahora el barril descansaba en el escritorio de la oficina de mi abuelo Guillermo pero lo que era de mi abuelo, era mío también. El pequeño barril era de una perfección sublime y sólida y sus dos extremos estaban cubiertos de un vidrio grueso que parecía imposible de romper. "Imposible de romper", terrible atracción seductora. Podía ver el petróleo, podía verlo muy de cerca, agitarlo de un lado al otro. Me fascinaba ver como los vidrios del barril se enjuagaban en el petróleo. Era un ver y no tocar, ver y no experimentar ¿Habría forma alguna de hacer en aquel barril un agujero? Ya había tenido otros juguetes que diseccioné porque compartían la misma característica: guardar un líquido en su interior que yo podía ver pero no tocar. Me fascinaban. El primero fue un biberón de juguete que tenía leche adentro. No aguanté la impaciencia mucho tiempo y terminé rompiéndolo, comprobando que lo que había dentro no era leche sino un líquido amargo y algo pegajoso. Gran decepción. El segundo fue un termómetro que me brindó horas de diversión al descubrir la facilidad que tiene el mercurio para escaparse. Pero la miniatura de barril era distinta, era un juguete sofisticado e inquebrantable. Recuerdo pasar mucho tiempo acostada en el sofá de la oficina de mi abuelo con el barril en las manos pensando en esta imposibilidad. Era un pequeño tesoro fuera de mi alcance, aquel barril tenía petróleo adentro, una pequeña riqueza atrapada; una miniatura de la riqueza inalcanzable.




lunes, abril 08, 2013

Polaroids de Guayaquil

Barrio "Las Peñas", casas del Guayaquil antiguo

Transeúnte en "Las Peñas"

Centro de Guayaquil 

Churros

Estoy atravesando, sobreviviendo, mi último año de la carrera de Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. En estos largos años de rigurosas lecturas impuestas y de someterme al violento acto de la educación, un deseo me ha sido concecido: elegir un seminario optativo. Una pequeña libertad y ya sobre el final del recorrido; como el último deseo que se da a quien está a punto de ser ejecutado. La lista de seminarios se despliega en mi computadora. El deseo es restringido por una lista corta con horarios poco convenientes. Un seminario llama mi atención por su baja academicidad “Seminario de Crónicas Urbanas”.
Semanas después, la inscripción virtual se ha materializado; estoy sentada en el aula 104 de la sede de Santiago del Estero esperando que empiece la clase. Tres horas después sigo sentada en el mismo lugar, aturdida, sorprendida, la clase me ha maravillado y cuando eso pasa no puedo abandonar el aula de inmediato. Me quedo ahí, como estática, saboreando ese momento en que alguien ha logrado transmitir por iguales cuotas, conocimiento e inspiración. Las hojas de mi cuaderno rebasan de nombres autores, títulos de crónicas, recursos literarios, nombres de películas, de documentales, de ideas propias, de ideas ajenas y de frases textuales de mi profesor quien da las clases como sin darse cuenta de que cuando habla, lo hace con verdadera poesía.
Hoy tuve mi tercera clase del seminario. A este encuentro sólo asistimos cuatro personas y no me sorprende; sostengo la tesis de que lo bello casi siempre pasa por desapercibido. Las primeras dos horas hablamos de crónicas que mi profesor llama “ultra contemporáneas” y nos hemos pasado viendo unos libros que él ha llevado para que ojeemos. Anuncia que tomemos un descanso de veinte minutos, el seminario dura tres horas. Sin querer bajamos juntos las escaleras y comentamos algo sobre el horario de la clase; no hay nadie a esa hora en la facultad, son las cuatro de la tarde. “Fantasmagórico” le digo. “A mí, me gusta, es tranquilo”, dice él.
Ya en el patio, prende un cigarrillo y me pregunta de dónde soy. Le digo que de Ecuador, de Guayaquil y su cara se ilumina, me cuenta que está por hacer un viaje a Quito. “Quito es hermoso”, le digo y acto seguido me pide recomendaciones de viaje con la restricción de cinco días. Entonces me pongo el cassette de siempre y le digo que el centro histórico vale la pena recorrerlo todo en varios días, que es el mejor preservado del continente y que no puede dejar de visitar “La capilla del hombre”; el museo del pintor y escultor Oswaldo Guayasamín. Después de nombrarle las bondades de Quito me dice que algo ha llamado su atención: no le he dicho nada sobre Guayaquil, mi ciudad.
Y entonces me viene de pronto un sentimiento de vergüenza; nada peor que quien reniega de su lugar de origen, pero no es que yo reniegue, es que no sé como narrar Guayaquil en términos turísticos. Guayaquil, turísticamente, para mí, es inexplicable. Creo que sólo quien vive en ella puede amarla y encontrarla bella. Guayaquil es sobre todo "localísima", y el poco tiempo de los viajeros no alcanzaría nunca a apreciar la frenética, diversa y marginal Guayaquil. Diversa por sus lugares, que van desde lo más ostentosos narco complejos hasta los asentamientos de extrema pobreza y diversa también por su gente; a Guayaquil la habitamos blancos, negros, cholos, mestizos, montubios, serranos y demases. En fin, Guayaquil es una ciudad para vivirla, no para visitarla.
Después de esta conversación me quedó la amarga sensación de vivir en una ciudad que por momentos, cuando se la tengo que contar a otros, se me hace intangible. Me entró entonces la urgencia de narrar Guayaquil como puedo; con imágenes, sonidos, olores y sensaciones erráticas que se han quedado impresas en mi memoria emotiva de la ciudad, como polaroids. Además el seminario no ha parado de motivarme a escribir una crónica. No se si esto llega a ser una crónica, no lo creo, pero al menos son instantáneas del Guayaquil de mis amores. Ahí van:

El olor insoportable, mezcla de carnes crudas, legumbres y mariscos del Mercado Central.
Los parterres con palmeras al estilo “miamiezco” de la Carlos Julio Arosemena.
El incesante subir y bajar de puentes pequeños, medianos y otros casi infinitos.
La sensación de avanzar en círculos por las numerosas circunvalaciones que abundan en la arquitectura urbana.
El intenso olor a cloaca del estero salado.
La niebla después de la lluvia sobre la vegetación del bosque que se alza detrás del barrio El Paraíso.
Las luces de las discotecas gays de la Zona Rosa.
Las luces de las casas del extenso cinturón urbano que forma el Cerro de Mapasingue.
La vista luminosa de la ciudad al lado del río desde el mirador de Bellavista.
Los carros más diversos; desde Volkswagen viejos hasta Amaroks yendo en caravana a Samborondón por el puente de la Unidad Nacional.
Las casas del Guayaquil antiguo en el Barrio del Centenario.
Las subidas y los giros casi suicidas sobre las colinas de "Lomas de Urdesa".
Las casas abandonadas del barrio de Miraflores.
Los limpiavidrios avanlanzándose sobre el parabrisas de los automovilistas impotentes que con el dedo dicen que no, en los semáforos de las calles más transitadas.
Las paisanas vendiendo mangos pelados, cortados y organizados en bolsas de plástico con limón y la sal aparte para el consumo indivual de los compradores.
La panadería en la esquina de Vélez y Boyacá.
Los niños llamados "carameleros" vendiendo chupetes, cigarrillos y golosinas en la calle.
Un mendigo bebiendo agua de la calle, restos de la lluvia, en el extenso parqueadero del centro comercial Albán Borja.
Las calles de Urdesa nombradas cómo árboles que se siguen en orden alfabético: Bálsamos, Cedros, Dátiles, Ébanos, Ficus, Guayacanes, Higueras, Ilanes, Jiguas. 
La imagen aún escalofriante de cuatro hombres bajando de una 4x4 de vidrios polarizados con metralletas en las manos dirigiéndose al vehículo de atrás, al sur de la ciudad.
Un hombre sudoroso con un balde amarillo al hombro gritando "agua 'e coco".
La sensación de no respirar aire sino vapor, por la intensa humedad.
Una mujer parada con su bebé frente a los escombros de una casa derrumbada por la lluvia en un asentamiento precario.
El sonido de esa voz,que parece ser siempre la misma, gritando"loooo-tería, loooo-tería".
El escalofriante Hospital Luis Vernanza cuya proximidad con el cementerio general me parece maquiavélica.
La cruz del Colegio de la Asunción levantándose en medio del área industrial de Vía a Daule.
Los escalofriantes pasos a desnivel sobre calles por donde los carros vuelan debajo.
Las luces de neón del cartel del motel Miami.
El psiquiátrico Lorenzo Ponce, blanco y con letras rojas grandes en las paredes que indican su nombre y que lo hacen parecer más un centro carcelario y menos un centro de salud.
La multitud de gente sudorosa y apurada comprando en La Bahía, un espectáculo siempre colorido.
Las carretillas cubiertas de vidrio, cuidando de las moscas los alimentos en su interior.
La interminable zanja que atraviesa varias etapas de La Alborada.
La bajada temible que parece un precipio, después del cementario privado "Jardines de la Esperanza".
La lluvia poco piadosa cayendo a cántaros sobre la Avenida Las Aguas.
Los canillitas en la calle gritando "Extra, extra", agitando el diario con alguna mujer de curvas pronunciadas en primera plana.
La mirada tierna de una escultura mal hecha: el Mono capuchino, que se levanta entre los dos túneles del cerro Santa Ana.
La sensación de largarse de la ciudad transitando la avenida del Bombero, que luego se transforma en carretera a la playa.
La sensación de estar en un hermoso jardín secreto, subiendo por la calle principal del histórico barrio residencial "Cimas del Bim Bam Bum".
El malecón interminable donde muchas parejas de los sectores populares caminan de la mano en sus paseos dominicales.
Las calles empedradas de Las Peñas y sus faroles, que dan la sensación de estar viajando al tiempo de nuestros abuelos.
El olor a Guayabas pisadas en una callecita del barrio "Los Ceibos".
Un cuidador de carros con franela roja y gorra que al ver el abrazo entre una amiga y yo pregunta "¿Quién es el machito?".
El olor a chicharrón de los bolones de verde recién amasados en un huequito de Los Sauces y una voz que dice "extra chicharrón, por favor".


¡Gracias Mónica por las fotos! Visiten su Flikr para más fotos de Ecuador.

sábado, abril 06, 2013

Criança


Después de ocho años de vivir afuera de mi país es que lo puedo ver con cierta distancia. Desnaturalizarlo, si se quiere sonar más intelectual. Esta desnaturalización es un darse cuenta. Yo me di cuenta de que en Ecuador las relaciones coloniales persisten. Yo alcancé, y cuánto agradezco por ello, a ser criada por una verdadera matrona: la prima de mi mamá, mi tía Elsa, quien ya había cuidado antes a otras niñas de la familia. Le digo matrona porque mi tía me cuidó como si me hubiese parido. Mi mamá, que era bastante moderna para la época -madre soltera, usaba jeans, manejaba y trabajaba- anunció que terminada su licencia de maternidad me llevaría a una guardería. “De ninguna manera” dicen que respondió mi tía Elsa, y el lunes antes de que mi mamá se fuera a trabajar, llegó para quedarse conmigo, quién diría, por siete años. 
Mi tía Elsa llegaba muy temprano a la casa, no sé a qué hora, pero cuando yo me despertaba para ir a la escuela ella ya estaba ahí. Todos los días me hacía un peinado distinto, agarraba una peinilla y con fuerza tiraba de mi pelo para atrás, dejando un efecto achinado en mis ojos y la frente tirante. Era la única manera de que regresara peinada después de ocho horas en la escuela, supongo. Estoy segura de que mi mamá recuerda más que yo mis berrinches cuando mi tía Elsa se fue. Madre moderna y una absoluta inútil para los peinados. Ella los hacía y yo en un acto rebelde y de suma tristeza a la vez, los deshacía. Al final las dos enojadas y yo me tenía que conformar con ir a la escuela con un cola de caballo común, como las demás niñas. 
Mi tía cuidaba de que mi uniforme esté impecable y bien planchado. Nunca he vuelto a reconocer en mí tal pulcritud. A ella le encantaban tres cosas: los perfumes, Juan Luis Guerra y las alhajas. De mi tía recibí como regalos una pulsera de plata y un anillo. En mi primera comunión me regaló una pulsera y un reloj que hacían juego, creo que aún los conservo en mi casa de Guayaquil. El anillo lo perdí en la escuela cuando una compañera me lo pidió prestado y al día siguiente cuando se lo pedí me dijo con soltura: “lo perdió mi hermano” y siguió escribiendo en su cuaderno, la muy insolente, como si nada hubiera pasado mientras a mí por dentro me carcomían el pánico y la furia. En realidad la reprimenda ya la había recibido el día anterior cuando se lo había prestado, pues cuando llegaba de la escuela mi tía me sometía a una especie de revisión. A ver si estás peinada, y qué es esa mancha en la camisa, y demás. Todavía recuerdo la gran reprimenda que me dio ese día mientras me bañaba. Frotaba la esponja más fuerte que de costumbre, pero sólo ligeramente. Lo que más dolían eran sus palabras, que emitidas de su boca siempre eran como sentencias. 
Mi tía Elsa tenía mucho carácter, o al menos eso yo creía. Cuando crecí y la vi retando a sus nietos y luego, en secreto, reírse conmigo de forma cómplice, me di cuenta de que todo había sido siempre una actuación. Mi tía educaba a través del miedo. Yo tenía tanto miedo de mi tía que recreé en mi mente como real una situación que sólo fue amenaza. La amenaza de mi tía era siempre la misma, y violenta “si haces tal cosa, te meto en la cisterna”. Yo tengo el recuerdo de estar flotando dentro de la cisterna, viendo sólo agua alrededor,  pero hoy puedo estar segura de que esa mujer dulce hubiese sido incapaz. Como dije antes, era todo una actuación.  Esa era su pedagogía ante una niña inquieta. She didn't know any better.  
Como mi madre siempre fue la peor escogiendo el momento oportuno para cualquier cosa, no tuvo mejor idea que comunicarme en mi cumpleaños número siete que mi tía me abandonaría. Su hija recién había dado a luz y la tarea natural de la matrona era criar a su nieta María José. Se derrumbó el mundo. Debe ser uno de los días en los que más he llorado en mi vida entera. En mi cuarto tenía un ángel de cerámica, dulce y mujer, a la que recé que no me quitara a mi tía pero fue en vano. Mi tía se fue. Junto a ella había pasado siete años mis tardes y mis mañanas antes de ir a la escuela. Me vestía, me bañaba, me peinaba. Cuidaba de mí como nadie, ni siquiera mi mamá cuidó de mí después con tanto ahínco. 
Con mi tía mantengo hasta hoy una relación de estrecha amistad. Cuando vivía en Guayaquil la llamaba siempre por teléfono para contarnos los chismes de la familia. Siempre en las reuniones familiares nos la pasamos abrazadas, parloteando. Cuando nos vemos, las dos nos llenamos de abrazos y besos. En todos mis cumpleaños, llora. Llora por que crezco. Le encanta jactarse de que nos ha criado y también reniega de mis primas ingratas. De mí nunca puede quejarse; yo le agradezco hasta hoy sus cuidados en mi infancia con gran afecto.

viernes, abril 05, 2013

14 - Mandolin by gustavo pena on Grooveshark

Breve historia de un unfollow

Yo leía con frecuencia a una mujer que imaginaba interesante. Su escritura era ocurrente, fácil, irónica. Hablaba mucho de cine. Las personas que saben de cine me atraen porque tienen algo que yo no tengo; no sé de cine aunque que quisiera. Muchas de las películas que vi no las recuerdo, ni hablar de nombres de actores y actrices. Sé, eso sí, reconocer lo bello. En fin, su seudónimo también me gustaba; era gracioso y enigmático al mismo tiempo. Tengo una obsesión con los nombres y los seudónimos. Podría enamorarme de alguien sólo por su nombre. Se empezó a entramar entre las dos una relación, aunque ella nunca lo supo quizás porque yo nunca le escribí; nunca abrí una conversación, nunca le hice un RT, nunca un fav.
Estuve siempre muy cómoda en mi lectura silenciosa y quizás la leí demasiado. La cotidianidad nos unió como escritora elocuente y lectora silenciosa, pero también nos alejó. Es que además del tiempo, algo pasó que lo cambió todo. Hace poco mi escritora se reveló en una foto y todo en mí se desbarató. No es que el descubrimiento me desagrade, no, es sólo que no era lo que esperaba. Y no es que yo sea superficial, no, es sólo que me la había imaginado distinta; misteriosa, fuerte, con el pelo negro y la mirada audaz. No estaba lista para enfrentarme a un (des)peinado rubio ceniza alborotado, una cara cansada y en los ojos ese estado de falsa alerta de los que toman mucho café. Era frágil,  era común, era, como yo. Mis ilusiones de lectora a la basura. Mi escritora imaginada perdida para siempre, muerta. Mi fanatismo silencioso en vano. Mi decepción tan grande que no pude leerla más.

jueves, abril 04, 2013

El vendedor de libretas


Hace algunos meses M, una amiga, me regaló una libreta. En realidad había comprado tres en el subte y yo le pedí una. Me la vendió pero yo la sentí como un regalo. Le dije que era una traficante de libretas. Me reí y la guardé. No pensé que esa pila de hojitas con tapa de cartón con colores mal combinados sería la guardiana del tesoro de mis palabras. ¿Por qué tesoro? porque las palabras escritas en esa libreta no fueron palabras cualquiera, no. Fueron palabras que me reconciliaron con la escritura. Siendo ella tan pequeña, la empecé a llevar conmigo a todas partes y a sacarla de mi bolso cada vez que la escritura me urgía. A mí todo o me urge o me da igual. La escritura cuando aparece, se me impone como una urgencia. Esa libreta me recordó que lo que a mí me gusta es escribir. Y volví a hacerlo, volví a hacerlo en todas partes: en el colectivo, en un café, en el tren, hasta caminando. En conclusión: creo que nunca una libreta me hizo tan feliz pues además pasaba yo por tiempos duros; una separación, exceso de trabajo, falta de dinero, falta de motivación cualquiera. Después de un tiempo M volvió a aparecer con una libreta y esta vez sí fue regalo. Justo a tiempo, yo ya había empezado a llenar las hojas de la mía en los pequeños márgenes en blanco, se había consumido toda, como una vela. En esta, las palabras ya no fueron escritas con urgencia, sino más bien, pensadas, aburridas. Había sufrido la escasez del papel y temía no tener otra libreta (ESA libreta) en largo tiempo. No podía llenarla con palabras a mi antojo; esta vez no estaba funcionando. Incluso dejé de llevarla conmigo a todas partes y pasó a ocupar un lugar en mi velador. Un cuaderno rojo le robó el lugar en mi cartera. Hoy en el subte se dio un encuentro inesperado. Hoy vi al vendedor de las libretas. Tenía cara bondadosa. Llevaba una caja con libretas y en la mano varias pilas que usaba para repartir, mostrar y en casi todos los casos, volver a guardar. No abundan los compradores de libretas. Las vendía en un paquete de tres, agarradas por un elástico y además ¡una bic! que pensé: está de más, habría que decirle que esas libretas son la joya suficiente. Agarré mis seis libretas con fuerza tres de ellas usurpadas de la pasajera de al lado e inmediatamente empecé a buscar dinero en el bolso que por supuesto, está por todas partes (quizás algún día encuentre un vendedor de una billetera que sea la guardiana de mi dinero), y junté la suma. Cuando el vendedor ya estaba en plena recolección, empujé mis grandes audífonos hacia atrás y cayeron sobre mi nuca (todo un símbolo postmoderno de respeto, sacarse los audífonos para alguien), y le entregué el dinero a cambio de quedarme yo con sus libretas. Me saqué los audífonos también porque quería hablarle, quería decirle algo así como: "Me encantan tus libretas", o "no sabes como me gustan estas libretas", o "he estado buscando tanto estas libretas", o "siento que ya te conozco pues conozco de antes tus libretas", o "una amiga siempre te compra estas libretas y las trafica para quienes amamos escribir en ellas", o. Todo sería muy cursi para quien está apurado en la venta, pero le di el dinero y sonreí como mejor pude, con todo el cuerpo y la cara. Él también sonrío, apurado. Yo voy a empezar a escribir en mis libretas lo que se me antoje, escuchando la urgencia de las palabras cuando me sorprendan en cualquier lugar, en cualquier momento. Total ahora tengo seis y creo que ya sé donde encontrar al vendedor, aunque me gustaría pensar que su recorrido no es siempre el mismo y que quizás otra vez las libretas vuelvan a mis manos, inesperadas, sorprendentes.

sábado, marzo 23, 2013

viernes, marzo 15, 2013

Cómo devorar un libro nuevo (o dos)



Libros nuevos. Amo el papel. Hoy fui a la librería buscando una recomendación de Rache: Océano Mar de Baricco. Ayer fui a su casa y me enamoré de lo poco de leí del libro. Me atrapó con las primeras líneas y porque, por supuesto, habla del mar. Sentí una escritura hiper profunda, sensible y además poética. Su tapa verde agua me pareció tan, tan seductora. Tenía que tenerlo. Como estoy atravesando una vez más, una gripe insolente, el cuerpo solo me alcanzó para ir a una librería cerca, en Avenida de Mayo. “¿Oceáno Mar de Baricco?” sabía que no lo iban a tener, ya había ojeado los estantes y estaban todos los demás libros del italiano, menos ese. De él leí “Ensayo sobre una mutación” y me pareció interesantísimo y ahora me urgía conocer ese Baricco más literario. En falta del libro me avalancé con otro de portada seductora, también recomendado por Rache, estudiante del traductorado de inglés y exquisita lectora. El libro comprado es de una de mis editoriales favoritas, TusQuets (los libros de cuadraditos blancos y negros), y muestra un hombre con cara de lobo (o un lobo con cuerpo de hombre), lamiendo unas botas altas de mujer. Una imagen bastante "sadomaso" que me sedujo al instante, resaltando en la mesa de la cocina de Rache. La criatura lleva un anillo y una correa en el cuello, su cuerpo está marcado y la bota que lame es de cuero. Un cuadro no poco sugerente. Lo llevo. El otro libro que compré hoy es de Ian McEwan, autor que también conocí gracias a Rache (Rache, Rache ¡qué serían de mis lecturas sin ti!), quien me prestó una colección de relatos “Primer amor, últimos ritos”, que me atrapó de inmediato por mi fascinación con las historias que involucran algún tipo de rito iniciático. Lo amé. Todas los cuentos de este libro están atados por un hilo y el conjunto es simplemente genial. Historias donde los niños no son tan inocentes, y donde lo macabro es narrado con naturalidad. Su portada es fantástica también. Se titula “Entre las sábanas” y en la tapa no hay más que eso: dos cuerpos debajo de sábanas celestes, a penas asoman dos cabezas. La parte superior donde están el título y el autor: rosa melocotón. Me lo como, lo llevo. Es de la colección Quinteto de Anagrama. Disculpen la escritura errática de este post, me emociono cuando se que buenas lecturas están por venir. ¡A devorar!

I just wanna feel everything



Every single night's alright, every single night's a fight
And every single fight's alright with my brain

Océano Mar



"El mar borra por la noche,  la marea esconde, es como si no hubiera pasado nunca nadie, es como si no hubiéramos existido nunca. Si hay un lugar en el mundo en el que puedas pensar que no hay nada, ese lugar esta aquí, ya no es tierra, todavía no es mar, no es vida falsa, no es vida verdadera, es tiempo, tiempo que pasa y basta." Fragmento de Océano Mar, Alessandro Baricco.