¡Hoy es mi cumpleaños número veintisiete! Le pedí a Marosa di Giorgio un poema. Me senté en mi cama y abrí con los ojos cerrados "Los papeles salvajes". Pasé despacio mis dedos por las páginas mientras mi mano izquierda hacía pasar rápido las hojas del otro lado. Me detuve en la 509 o mejor dicho, me detuvo el azar. Leo un poema sin nombre pero que bien se hubiese podido llamar "La recitadora". La recitadora aparece en el medio de los frutales con un vestido morado y la gente se preguntaba si ella "¿contaba la historia de cada ser y de cada cosa?". ¿Soy yo la recitadora? ¿Podré contar la historia de cada ser y de cada cosa? ¿Podré emerger en el medio de mis propios papeles salvajes? Quizás no todas las historias, pero sí la propia, "que se teje también con todas las demás" agregaría Martina (a quien extraño aunque se fue de viaje a Bolivia sólo unas semanas).
Espero que mis veintisiete me deparen más proyectos, ciudades, momentos inesperados, felices y más amigos dispuestos a seguir tejiendo la trama. Un año para continuar floreciendo. Este año ya estuvo lleno de nuevos afectos y aunque algunos se van como pájaros llenos de luz, permanecerán en los momentos vividos (y en las páginas de mi diario). No puedo culparlos, yo también parto pronto. Cuántas cosas pasaron en este año intenso. No podría estar más feliz.
Sumo como regalos de cumpleaños los mensajes y llamadas llenas de cariño que he recibido desde las doce. Hay amor, existe y es palpable. Deja sus huellas profundas entre quienes establecemos vínculos sinceros. El cumpleaños es un ritual colectivo en el que celebramos con los demás que estamos aquí, vivos. Brindo por eso, sin copa (porque mañana tengo un examen) y sigo leyendo al maravilloso De Certeau, que se ha infiltrado en estas líneas, en las infralineas, latentes, palpitantes. "Hay amor", como dice Clarice Lispector, "que hay que vivirlo hasta la última gota. No mata". Que vengan más años de amarnos más. Gracias a todos los que me hicieron sentir esto hoy.
Aquí el poema de Marosa:
En mitad de la tarde, delante de los frutales, apareció la recitadora; flotaba en el viento su pelo color cereza; su óvalo era blanco y serio; el vestido morado, abierto hasta la cintura, le llegaba al pie, pues, parecía tener sólo un pie, aunque luego se vio que eran dos, y como de mármol, con uñas bermejas; las manos, igual; los zarcillos de plata tocando el hombro. La gente, que se acuclillaba a escuchar, no entendía bien lo que ella decía, ¿contaba la historia de cada ser y cada cosa? Del gusano, la perdiz y la rosa, con movimientos serios y breves, o con una leve sonrisa de sus labios fuertemente teñidos de rosa.Los niños saltaban arriba de las calabazas, fornidas y erguidas igual que los muebles, y gritaban lejos: ¡Volvió la declamadora! ¡Está la recitatriz!Y vino más gente y se puso en cuclillas. Hasta que cayó la noche y los colores de ella se volvieron más intensos y flotó en el aire y se diluyó en el aire como una lámina.Gritaban: ¿Cuándo volverá? ¡Qué no vuelva nunca! ¡Es una santa! ¡Tenía un hilo de rubíes en el cabello! ¡No eran rubíes, eran flores!Y volvieron a sus hogares, ya en la noche, cayó sobre todos, una lluvia de rositas chiquitititas; clamaron: ¡Llueve! – pero, estaba la noche azul, radiante - ¡Llueve! ¡Está lloviendo! (Ya, totalmente despistados)Y apresaban en sus manos, las rositas, como un disparate.Y las rositas daban un profundo olor a membrillo muy maduro y a limón.