sábado, octubre 27, 2012

Viajes en primera clase



Ciudad de Guayaquil, Aeropuerto Internacional Simón Bolívar. Trato de seguir con paso decidido a mi papá que se abre lugar entre la gente hasta llegar al counter de la Golden Box. Mi equipaje es entregado, al igual que mi pasaje y según dice mi papá ya no tenemos que hacer nada, sólo esperar el avión. En realidad la que tiene que esperar el avión soy yo, porque viajo sola. Mi papá entra conmigo hasta la sala de embarque VIP y después de tomarse una Coca-Cola bien fría se despide de mí con un beso no sin antes chequear que tenga mi pasaporte. Esta última acción nos lleva alrededor de diez minutos ya que entre todas las cosas que llevo desordenadas en los dos bolsos de mano se me hace difícil encontrarlo. Finalmente, ahí está, dentro un bolso más pequeño, tejido, que compré en el mercado artesanal de Quito en las últimas vacaciones. Todo “ok”.
Veo a mi papá abandonar la sala con su andar seguro y despreocupado. Pienso en cuanto lo quiero y en que caminamos igual. Antes de cruzar la puerta se vira para mirarme con su amplia sonrisa y me grita "¡Buen viaje mi amor!". Yo me río porque todos en la sala se han detenido un segundo para ver quien es el inportuno que se ha atrevido a gritar en la sala VIP. Le tiro un beso. Saco mi discman y me dispongo a escuchar Jagged Little Pill pero descubro algo fascinante, hay un teléfono en la sala que puedo utilizar para hacer llamadas locales. Llamo a mi mejor amiga para decirle que estoy en la sala vip del aeropuerto y se la describo por completo. Me dice que se tiene que ir al bautizo de su hermana y cortamos. Vuelvo a prender el discman y me adelanto a Ironic, quiero escuchar la parte donde dice "and as the plane crashed down he thought, well it isn't this nice?". Me hace gracia dadas las circunstancias.
Empiezo a aburrirme y dejo la música. Busco una revista y de paso me sirvo un jugo de manzana. Vuelvo a mi sofá y ojeo la revista, es de una aereolínea y está escrita así: una página en inglés y una en español. Hay un artículo sobre la construcción del canal de Panamá. Mi abuelo fue hace poco tiempo para un congreso de despachantes de aduana y me dijo que Ciudad de Panamá era como Guayaquil. No entiendo bien qué es lo que hace mi abuelo en realidad, y debería hacerlo porque mi mamá hace lo mismo, trabajan juntos en una oficina en Vélez y Boyacá.
Veo que una de las chicas del VIP se acerca, es para avisarme que ya es hora de embarcar. Junto a mí salen tres pasajeros más. Todos vamos en el mismo vuelo a Dallas. Los cortos pasos desde adentro hasta el bus que nos lleva al avión son sofocantes. En el autobús hay aire acondicionado, el tramo hasta llegar al avión es tan corto que el trayecto me parece ridículo. Subimos las escaleras metálicas y allí nos reciben las azafatas sonrientes que nos invitan a sentarnos en nuestros cómodos asientos de primera clase. Somos pocos así que el asiento a mi lado está vacío. La azafata me ofrece algo para tomar y un snack.
Saco mi bolso con libros. Los viajes en avión son tan interminables. He traído tres: RamonaAre you there God? It's me Margaret y Where the heart is. Todos están en inglés. Saco el último, se trata de una mujer que tiene un bebé en Wallmart y vive ahí escondida con él. Leo alrededor de dos horas y termino el libro. Está atardeciendo. Saco mi cámara y tomo unas fotos desde la ventana. Me encanta como se ven las nubes desde el avión. Saco la pantalla que tengo en un compartimiento del asiento. Veo la ruta, estamos volando sobre el mar. Toco la pantalla para ver el menú de opciones y nada me convence. Saco Ramona. Cómo me gusta este libro. Abro el asiento hasta quedar acostada y leo hasta quedarme dormida.
Un tiempo largo después escucho que la azafata está ofreciendo la cena. Le pido sólo el postre, frutillas con crema. Cuando llegamos a Dallas ya es de noche, el capitán se despide y nos dice la temperatura de la ciudad. Cuando salimos del gate veo una pantalla que muestra el estado y las terminales de los vuelos. Busco la puerta de embarque en un mapa del aeropuerto que me dieron en el avión. Es lejos. Hay un tren que le da la vuelta al aeropuerto de Dallas, es gigante. Pienso que tal vez debería intentar llegar a mi puerta con él pero me da miedo perderme así que decido ir caminando con mis dos bolsos. Paseo por la tiendas del dutty free y en una me compro marcadores de colores para dibujar algo en el próximo vuelo con los dólares que me dio mi papá.
Después de caminar un largo tramo y esperar al embarque, llego a mi segundo avión. Es muy diferente al primero. Esta vez viajo en business class y tengo un asiento circular. Todo los asientos parecen estar completos. A mi lado viaja un señor perfumado que tiene puesto un sombrero de paja toquilla y un reloj muy brillante que llama mi atención. Me doy cuenta que todos los pasajeros son hombres, hombres de negocios, business men. Miro mis tennis, mi jean y mi abrigo de colores y me trato de acomodar un poco el pelo pero me doy cuenta que sin un cepillo va a ser una tarea imposible.
Me siento un poco incómoda hasta que el hombre que se sienta a mi lado empieza a hablarme. Me pide que lo ayude a sacar la pantalla, le digo que claro y en dos movimientos pongo la pantalla frente a él. Dice algo así como “¡Ah! Los niños de hoy saben más que nosotros los viejos” y me agradece con una sonrisa. Me pregunta a dónde estoy viajando y le digo que voy a visitar a mi tío que vive cerca de San Francisco por las vacaciones de la escuela para aprender más inglés. Él me cuenta que está viajando por negocios, tiene un cafetal en colombia. Pienso que debe estar forrado y me acuerdo de la novela colombiana que miro con mi mamá: Café con aroma de mujer.
El viaje hasta San Francisco transcurre en silencio excepto en el momento en que comemos. El señor cafetelaro, Alejandro, me cuenta todo el proceso para tostar el café y yo le cuento que cerca de mi casa en Guayaquil está la fábrica de Sí Café y todos los días llega un aroma increible de ahí. También le digo que me encanta desayunar con café y que a mi mamá, si no lo hace, después le duele la cabeza todo el día. El me escucha y se ríe después de cada frase que digo. Es muy simpático y ya no me siento incómoda por el desastre andante que soy. Cuando la azafata nos trae el formulario de migración Alejandro me ayuda a completarlo.
Ya estamos cerca, lo confirma el capitán, en poco tiempo estaremos aterrizando y yo empezaré mis vacaciones con unos días en San Francisco. Mi tío va a llevarme a conocer la casa donde vivió cuando estudiaba en Berkeley. También me dijo que me llevaría a conocer la bahía, el barrio chino, el acuario y un museo de ciencias. Nos vamos a quedar tres días en San Francisco y después iremos hasta su ciudad en carro.
Cuando salimos del avión hacemos la parada obligatoria por migraciones y respondo a las preguntas en inglés. El agente que está parado frente a mí es jóven. Me pregunta a través del vidrio si voy a ir a Disneyland, le digo que ya fui el año pasado y se ríe diciendo “Oooh, ok miss”. Voy a buscar mi equipaje, allí me encuentro con el colombiano, Alejandro. Él me ayuda a bajar mi bolso de la cinta y nos despedimos con afecto. Cuando salgo mi tío está esperándome impaciente. Unas vacaciones increíbles están por comenzar.

domingo, octubre 21, 2012

Inconcluso


Los senos - Fémina from Joel Esparza on Vimeo.

Era uno de esos días en que Guayaquil la aburría más que nunca. El calor sofocante la hacía sentir que no respiraba más que vapor. Se miró al espejo y se sintió incómoda reconociendo que la camiseta que tenía puesta era algo masculina. Se subió las mangas doblándolas tres veces y giró el cuello amplio para un lado descubriendo a penas el hombro izquierdo. Puso la espalda derecha y se miró de perfil para cerciorarse de que todo seguía en orden. Bien. Todo seguía igual. No habían crecido ni un milímetro. Estaba preocupadísima porque Hilda le había dicho que en cualquier momento empezarían a crecer y desarrollaría un par de tetas sin precedentes. Era inevitable. Casi todas las mujeres de la familia sufrían de los dolores que sus senos pesados les provocaban. Después de tener hijos, y ya entrada en años, le colgarían hasta la cintura. Seguro. Eso le había pasado a la abuela, juraba Hilda. La única forma de evitarlo era poner una plancha sobre las tetas en luna llena. Así el crecimiento se cortaría "la luna las pasma", decía Hilda. Ella no había tenido que hacerlo porque su complexión era exacta a la de la bisabuela Isabel, cadavérica. No había chances de que en ese cuerpo delgadísimo crecieran senos extravagantes. Sería casi contradictorio. Hilda había tirado una bomba ese domingo y se había marchado dejándola sola con la idea de la plancha y la luna. ¿Cómo se supone que sabría que había luna llena? ¿Cómo llevaría la plancha del patio hasta su cuarto en el tercer piso sin levantar las sospechas de nadie? Nunca iba al patio, menos al lavadero y todos siempre estaban pendientes de todo lo que hacía, era insoportable. Pensó que quizás sólo sería suficiente utilizar algo pesado, cambiar la plancha por otra cosa ¡eso! ¡eso haría! pero, no, Hilda había dicho que tenía que ser una plancha. Pensó un poco más. ¿Por qué una plancha? ¡Ah! por el metal. La luna y el metal, algo extraño debía pasar ahí. Seguramente los rayos lunares sólo actuaban como paralizadores si penetraban a través de un objeto metálico. "Y a ver ¿Qué puede ser?" Se preguntaba ojeando el cuarto en silencio. "Lo tengo". A partir de ese día buscó a la luna cada noche por la ventana. "Aburrido", hasta que descubrió una sección del periódico donde figuraba el ciclo lunar. Sólo tuvo que esperar nueve días. Un martes con la luna llena entrando por la ventana, se acostó en su cama y con cuidado puso una fría máquina de escribir sobre sus senos. "No crecerán, no crecerán" decía para sí, sin saber que estaba atravesando el peor rito iniciático de todos, el de las escritoras de relatos y senos inconclusos.

martes, octubre 16, 2012

Suicidios

Una antes de suicidarse debería ordenar todo metódicamente - el desorden propio siempre me pareció tan personal- lavar toda la ropa y organizar el mundo-habitado-y-ahora-por-dejar en 3 cajas etiquetadas así: "Para tirar" "Para regalar" "Pequeñas herencias". En la última caja se guardarían libros y objetos de gran valor sentimental para ser obsequiados con mínimas dedicatorias, "Con amor, Daniela" "Encuéntrame aquí, Daniela" y se repartirían post-mortem entre amigos y familiares. En el caso de estar en el extranjero -¡Que suicidio solitario, lejano!-debería una arreglar el regreso del cuerpo expatriado y pagar las fees. Una debería ir al consulado del propio país y decirle a la secretaria "mire, la cuestión es que voy a suicidarme..." y contar uno que otro detalle. Allí, una recibiría un brochure colorido con el "paso a paso" que además promocionaría el país como tierra maternal que recibe a todos sus muertos. Una debería también realizar todos los arreglos fúnebres de antemano, día, hora y sobre todo asegurarse que no falte café, lo único que debería importar en un velorio.

lunes, octubre 15, 2012

Alejandrino


El cielo está tejido por arañas.
¿Quién puede ver la maleza y enternecerse?
Hay algo en ella que vibra y que crece.
Me regalaste un infierno disfrazado de un jardín de amapolas.
Donde veía a mi amado sólo pude encontrar una cara desfigurada.
No lloro por ti, lloro por el que ya no existe.

viernes, octubre 12, 2012

Ayer vi una mariposa muerta en la vereda. Primero pensé que era de tela y me dispuse a recogerla. Estiré la mano, la misma que segundos después se retrajo ante el tacto del ala, aterciopelada, real. Descubrir que la mariposa era efectivamente una mariposa, en ese momento, era como verla morir frente a mis ojos. Unos hombres pasaron caminando del otro lado de la calle, se detuvieron y me miraron. Supongo que querían ver qué yacía ahí en el suelo, qué miraba yo con tanto horror, inclinada hacia abajo y con los ojos clavados en el cemento. Ahí estaba, dudando si llevarme la mariposa o dejarla ahí tirada, sola. Cuando seguí caminando sentí la culpa de alguien que acaba de encontrar algo precioso y no sabe apreciarlo ¿Qué se hace con una mariposa muerta? ¿Podría iniciarme en el arte de la disección? Venía ante mí la imagen de una colección de mariposas disecadas, con un sombra grande en el medio, donde iría MI mariposa, ahora abandonada y perdida ya para siempre. Imaginé también al coleccionista, que no se por qué retraté como un periodista, viendo el cuadro y desaprobando la mancha de la ausencia con gran decepción. No podía ser una mariposa común. Era grande, muy grande, blanca y con los bordes anaranjados. Parecía pesada. Parecía de colección. Me sentí inculta, ignorante, seguro era una especie exótica y yo la había dejado ahí, en la calle. No. No había llevado a la mariposa porque una vez, también seducida por la muerte (siempre, siempre estuvo ahí esa seducción), guardé una mosca muerta en la tapa de una pluma y eso no resultó tan bien. Recuerdo abrir la tapa y ver como salían, en cantidades numerosas, pequeñas hormigas (en realidad no se qué eran), y la pluma cayendo por mi mano que en el medio del horror se retrajo ante el tacto de los bichos, asquerosos, reales.