martes, abril 23, 2013

Ver y no tocar. (Petróleo)

Más que atacar furiosamente al juguete,
 lo que hacen los niños es ponerlo a prueba:
¿cuánto resiste?
El artesano, Richard Sennet

Petróleo. Ese líquido negro, pesado, que deja ver en su superficie luminosa distintos colores nacarados. Petróleo. Yo era la afortunada poseedora de una miniatura de barril de madera que tenía petróleo adentro. El pequeño souvenir llevaba la marca de Petroecuador, la petrolera estatal donde mi papá trabajó muchos años. Ahora el barril descansaba en el escritorio de la oficina de mi abuelo Guillermo pero lo que era de mi abuelo, era mío también. El pequeño barril era de una perfección sublime y sólida y sus dos extremos estaban cubiertos de un vidrio grueso que parecía imposible de romper. "Imposible de romper", terrible atracción seductora. Podía ver el petróleo, podía verlo muy de cerca, agitarlo de un lado al otro. Me fascinaba ver como los vidrios del barril se enjuagaban en el petróleo. Era un ver y no tocar, ver y no experimentar ¿Habría forma alguna de hacer en aquel barril un agujero? Ya había tenido otros juguetes que diseccioné porque compartían la misma característica: guardar un líquido en su interior que yo podía ver pero no tocar. Me fascinaban. El primero fue un biberón de juguete que tenía leche adentro. No aguanté la impaciencia mucho tiempo y terminé rompiéndolo, comprobando que lo que había dentro no era leche sino un líquido amargo y algo pegajoso. Gran decepción. El segundo fue un termómetro que me brindó horas de diversión al descubrir la facilidad que tiene el mercurio para escaparse. Pero la miniatura de barril era distinta, era un juguete sofisticado e inquebrantable. Recuerdo pasar mucho tiempo acostada en el sofá de la oficina de mi abuelo con el barril en las manos pensando en esta imposibilidad. Era un pequeño tesoro fuera de mi alcance, aquel barril tenía petróleo adentro, una pequeña riqueza atrapada; una miniatura de la riqueza inalcanzable.




lunes, abril 08, 2013

Polaroids de Guayaquil

Barrio "Las Peñas", casas del Guayaquil antiguo

Transeúnte en "Las Peñas"

Centro de Guayaquil 

Churros

Estoy atravesando, sobreviviendo, mi último año de la carrera de Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. En estos largos años de rigurosas lecturas impuestas y de someterme al violento acto de la educación, un deseo me ha sido concecido: elegir un seminario optativo. Una pequeña libertad y ya sobre el final del recorrido; como el último deseo que se da a quien está a punto de ser ejecutado. La lista de seminarios se despliega en mi computadora. El deseo es restringido por una lista corta con horarios poco convenientes. Un seminario llama mi atención por su baja academicidad “Seminario de Crónicas Urbanas”.
Semanas después, la inscripción virtual se ha materializado; estoy sentada en el aula 104 de la sede de Santiago del Estero esperando que empiece la clase. Tres horas después sigo sentada en el mismo lugar, aturdida, sorprendida, la clase me ha maravillado y cuando eso pasa no puedo abandonar el aula de inmediato. Me quedo ahí, como estática, saboreando ese momento en que alguien ha logrado transmitir por iguales cuotas, conocimiento e inspiración. Las hojas de mi cuaderno rebasan de nombres autores, títulos de crónicas, recursos literarios, nombres de películas, de documentales, de ideas propias, de ideas ajenas y de frases textuales de mi profesor quien da las clases como sin darse cuenta de que cuando habla, lo hace con verdadera poesía.
Hoy tuve mi tercera clase del seminario. A este encuentro sólo asistimos cuatro personas y no me sorprende; sostengo la tesis de que lo bello casi siempre pasa por desapercibido. Las primeras dos horas hablamos de crónicas que mi profesor llama “ultra contemporáneas” y nos hemos pasado viendo unos libros que él ha llevado para que ojeemos. Anuncia que tomemos un descanso de veinte minutos, el seminario dura tres horas. Sin querer bajamos juntos las escaleras y comentamos algo sobre el horario de la clase; no hay nadie a esa hora en la facultad, son las cuatro de la tarde. “Fantasmagórico” le digo. “A mí, me gusta, es tranquilo”, dice él.
Ya en el patio, prende un cigarrillo y me pregunta de dónde soy. Le digo que de Ecuador, de Guayaquil y su cara se ilumina, me cuenta que está por hacer un viaje a Quito. “Quito es hermoso”, le digo y acto seguido me pide recomendaciones de viaje con la restricción de cinco días. Entonces me pongo el cassette de siempre y le digo que el centro histórico vale la pena recorrerlo todo en varios días, que es el mejor preservado del continente y que no puede dejar de visitar “La capilla del hombre”; el museo del pintor y escultor Oswaldo Guayasamín. Después de nombrarle las bondades de Quito me dice que algo ha llamado su atención: no le he dicho nada sobre Guayaquil, mi ciudad.
Y entonces me viene de pronto un sentimiento de vergüenza; nada peor que quien reniega de su lugar de origen, pero no es que yo reniegue, es que no sé como narrar Guayaquil en términos turísticos. Guayaquil, turísticamente, para mí, es inexplicable. Creo que sólo quien vive en ella puede amarla y encontrarla bella. Guayaquil es sobre todo "localísima", y el poco tiempo de los viajeros no alcanzaría nunca a apreciar la frenética, diversa y marginal Guayaquil. Diversa por sus lugares, que van desde lo más ostentosos narco complejos hasta los asentamientos de extrema pobreza y diversa también por su gente; a Guayaquil la habitamos blancos, negros, cholos, mestizos, montubios, serranos y demases. En fin, Guayaquil es una ciudad para vivirla, no para visitarla.
Después de esta conversación me quedó la amarga sensación de vivir en una ciudad que por momentos, cuando se la tengo que contar a otros, se me hace intangible. Me entró entonces la urgencia de narrar Guayaquil como puedo; con imágenes, sonidos, olores y sensaciones erráticas que se han quedado impresas en mi memoria emotiva de la ciudad, como polaroids. Además el seminario no ha parado de motivarme a escribir una crónica. No se si esto llega a ser una crónica, no lo creo, pero al menos son instantáneas del Guayaquil de mis amores. Ahí van:

El olor insoportable, mezcla de carnes crudas, legumbres y mariscos del Mercado Central.
Los parterres con palmeras al estilo “miamiezco” de la Carlos Julio Arosemena.
El incesante subir y bajar de puentes pequeños, medianos y otros casi infinitos.
La sensación de avanzar en círculos por las numerosas circunvalaciones que abundan en la arquitectura urbana.
El intenso olor a cloaca del estero salado.
La niebla después de la lluvia sobre la vegetación del bosque que se alza detrás del barrio El Paraíso.
Las luces de las discotecas gays de la Zona Rosa.
Las luces de las casas del extenso cinturón urbano que forma el Cerro de Mapasingue.
La vista luminosa de la ciudad al lado del río desde el mirador de Bellavista.
Los carros más diversos; desde Volkswagen viejos hasta Amaroks yendo en caravana a Samborondón por el puente de la Unidad Nacional.
Las casas del Guayaquil antiguo en el Barrio del Centenario.
Las subidas y los giros casi suicidas sobre las colinas de "Lomas de Urdesa".
Las casas abandonadas del barrio de Miraflores.
Los limpiavidrios avanlanzándose sobre el parabrisas de los automovilistas impotentes que con el dedo dicen que no, en los semáforos de las calles más transitadas.
Las paisanas vendiendo mangos pelados, cortados y organizados en bolsas de plástico con limón y la sal aparte para el consumo indivual de los compradores.
La panadería en la esquina de Vélez y Boyacá.
Los niños llamados "carameleros" vendiendo chupetes, cigarrillos y golosinas en la calle.
Un mendigo bebiendo agua de la calle, restos de la lluvia, en el extenso parqueadero del centro comercial Albán Borja.
Las calles de Urdesa nombradas cómo árboles que se siguen en orden alfabético: Bálsamos, Cedros, Dátiles, Ébanos, Ficus, Guayacanes, Higueras, Ilanes, Jiguas. 
La imagen aún escalofriante de cuatro hombres bajando de una 4x4 de vidrios polarizados con metralletas en las manos dirigiéndose al vehículo de atrás, al sur de la ciudad.
Un hombre sudoroso con un balde amarillo al hombro gritando "agua 'e coco".
La sensación de no respirar aire sino vapor, por la intensa humedad.
Una mujer parada con su bebé frente a los escombros de una casa derrumbada por la lluvia en un asentamiento precario.
El sonido de esa voz,que parece ser siempre la misma, gritando"loooo-tería, loooo-tería".
El escalofriante Hospital Luis Vernanza cuya proximidad con el cementerio general me parece maquiavélica.
La cruz del Colegio de la Asunción levantándose en medio del área industrial de Vía a Daule.
Los escalofriantes pasos a desnivel sobre calles por donde los carros vuelan debajo.
Las luces de neón del cartel del motel Miami.
El psiquiátrico Lorenzo Ponce, blanco y con letras rojas grandes en las paredes que indican su nombre y que lo hacen parecer más un centro carcelario y menos un centro de salud.
La multitud de gente sudorosa y apurada comprando en La Bahía, un espectáculo siempre colorido.
Las carretillas cubiertas de vidrio, cuidando de las moscas los alimentos en su interior.
La interminable zanja que atraviesa varias etapas de La Alborada.
La bajada temible que parece un precipio, después del cementario privado "Jardines de la Esperanza".
La lluvia poco piadosa cayendo a cántaros sobre la Avenida Las Aguas.
Los canillitas en la calle gritando "Extra, extra", agitando el diario con alguna mujer de curvas pronunciadas en primera plana.
La mirada tierna de una escultura mal hecha: el Mono capuchino, que se levanta entre los dos túneles del cerro Santa Ana.
La sensación de largarse de la ciudad transitando la avenida del Bombero, que luego se transforma en carretera a la playa.
La sensación de estar en un hermoso jardín secreto, subiendo por la calle principal del histórico barrio residencial "Cimas del Bim Bam Bum".
El malecón interminable donde muchas parejas de los sectores populares caminan de la mano en sus paseos dominicales.
Las calles empedradas de Las Peñas y sus faroles, que dan la sensación de estar viajando al tiempo de nuestros abuelos.
El olor a Guayabas pisadas en una callecita del barrio "Los Ceibos".
Un cuidador de carros con franela roja y gorra que al ver el abrazo entre una amiga y yo pregunta "¿Quién es el machito?".
El olor a chicharrón de los bolones de verde recién amasados en un huequito de Los Sauces y una voz que dice "extra chicharrón, por favor".


¡Gracias Mónica por las fotos! Visiten su Flikr para más fotos de Ecuador.

sábado, abril 06, 2013

Criança


Después de ocho años de vivir afuera de mi país es que lo puedo ver con cierta distancia. Desnaturalizarlo, si se quiere sonar más intelectual. Esta desnaturalización es un darse cuenta. Yo me di cuenta de que en Ecuador las relaciones coloniales persisten. Yo alcancé, y cuánto agradezco por ello, a ser criada por una verdadera matrona: la prima de mi mamá, mi tía Elsa, quien ya había cuidado antes a otras niñas de la familia. Le digo matrona porque mi tía me cuidó como si me hubiese parido. Mi mamá, que era bastante moderna para la época -madre soltera, usaba jeans, manejaba y trabajaba- anunció que terminada su licencia de maternidad me llevaría a una guardería. “De ninguna manera” dicen que respondió mi tía Elsa, y el lunes antes de que mi mamá se fuera a trabajar, llegó para quedarse conmigo, quién diría, por siete años. 
Mi tía Elsa llegaba muy temprano a la casa, no sé a qué hora, pero cuando yo me despertaba para ir a la escuela ella ya estaba ahí. Todos los días me hacía un peinado distinto, agarraba una peinilla y con fuerza tiraba de mi pelo para atrás, dejando un efecto achinado en mis ojos y la frente tirante. Era la única manera de que regresara peinada después de ocho horas en la escuela, supongo. Estoy segura de que mi mamá recuerda más que yo mis berrinches cuando mi tía Elsa se fue. Madre moderna y una absoluta inútil para los peinados. Ella los hacía y yo en un acto rebelde y de suma tristeza a la vez, los deshacía. Al final las dos enojadas y yo me tenía que conformar con ir a la escuela con un cola de caballo común, como las demás niñas. 
Mi tía cuidaba de que mi uniforme esté impecable y bien planchado. Nunca he vuelto a reconocer en mí tal pulcritud. A ella le encantaban tres cosas: los perfumes, Juan Luis Guerra y las alhajas. De mi tía recibí como regalos una pulsera de plata y un anillo. En mi primera comunión me regaló una pulsera y un reloj que hacían juego, creo que aún los conservo en mi casa de Guayaquil. El anillo lo perdí en la escuela cuando una compañera me lo pidió prestado y al día siguiente cuando se lo pedí me dijo con soltura: “lo perdió mi hermano” y siguió escribiendo en su cuaderno, la muy insolente, como si nada hubiera pasado mientras a mí por dentro me carcomían el pánico y la furia. En realidad la reprimenda ya la había recibido el día anterior cuando se lo había prestado, pues cuando llegaba de la escuela mi tía me sometía a una especie de revisión. A ver si estás peinada, y qué es esa mancha en la camisa, y demás. Todavía recuerdo la gran reprimenda que me dio ese día mientras me bañaba. Frotaba la esponja más fuerte que de costumbre, pero sólo ligeramente. Lo que más dolían eran sus palabras, que emitidas de su boca siempre eran como sentencias. 
Mi tía Elsa tenía mucho carácter, o al menos eso yo creía. Cuando crecí y la vi retando a sus nietos y luego, en secreto, reírse conmigo de forma cómplice, me di cuenta de que todo había sido siempre una actuación. Mi tía educaba a través del miedo. Yo tenía tanto miedo de mi tía que recreé en mi mente como real una situación que sólo fue amenaza. La amenaza de mi tía era siempre la misma, y violenta “si haces tal cosa, te meto en la cisterna”. Yo tengo el recuerdo de estar flotando dentro de la cisterna, viendo sólo agua alrededor,  pero hoy puedo estar segura de que esa mujer dulce hubiese sido incapaz. Como dije antes, era todo una actuación.  Esa era su pedagogía ante una niña inquieta. She didn't know any better.  
Como mi madre siempre fue la peor escogiendo el momento oportuno para cualquier cosa, no tuvo mejor idea que comunicarme en mi cumpleaños número siete que mi tía me abandonaría. Su hija recién había dado a luz y la tarea natural de la matrona era criar a su nieta María José. Se derrumbó el mundo. Debe ser uno de los días en los que más he llorado en mi vida entera. En mi cuarto tenía un ángel de cerámica, dulce y mujer, a la que recé que no me quitara a mi tía pero fue en vano. Mi tía se fue. Junto a ella había pasado siete años mis tardes y mis mañanas antes de ir a la escuela. Me vestía, me bañaba, me peinaba. Cuidaba de mí como nadie, ni siquiera mi mamá cuidó de mí después con tanto ahínco. 
Con mi tía mantengo hasta hoy una relación de estrecha amistad. Cuando vivía en Guayaquil la llamaba siempre por teléfono para contarnos los chismes de la familia. Siempre en las reuniones familiares nos la pasamos abrazadas, parloteando. Cuando nos vemos, las dos nos llenamos de abrazos y besos. En todos mis cumpleaños, llora. Llora por que crezco. Le encanta jactarse de que nos ha criado y también reniega de mis primas ingratas. De mí nunca puede quejarse; yo le agradezco hasta hoy sus cuidados en mi infancia con gran afecto.

viernes, abril 05, 2013

14 - Mandolin by gustavo pena on Grooveshark

Breve historia de un unfollow

Yo leía con frecuencia a una mujer que imaginaba interesante. Su escritura era ocurrente, fácil, irónica. Hablaba mucho de cine. Las personas que saben de cine me atraen porque tienen algo que yo no tengo; no sé de cine aunque que quisiera. Muchas de las películas que vi no las recuerdo, ni hablar de nombres de actores y actrices. Sé, eso sí, reconocer lo bello. En fin, su seudónimo también me gustaba; era gracioso y enigmático al mismo tiempo. Tengo una obsesión con los nombres y los seudónimos. Podría enamorarme de alguien sólo por su nombre. Se empezó a entramar entre las dos una relación, aunque ella nunca lo supo quizás porque yo nunca le escribí; nunca abrí una conversación, nunca le hice un RT, nunca un fav.
Estuve siempre muy cómoda en mi lectura silenciosa y quizás la leí demasiado. La cotidianidad nos unió como escritora elocuente y lectora silenciosa, pero también nos alejó. Es que además del tiempo, algo pasó que lo cambió todo. Hace poco mi escritora se reveló en una foto y todo en mí se desbarató. No es que el descubrimiento me desagrade, no, es sólo que no era lo que esperaba. Y no es que yo sea superficial, no, es sólo que me la había imaginado distinta; misteriosa, fuerte, con el pelo negro y la mirada audaz. No estaba lista para enfrentarme a un (des)peinado rubio ceniza alborotado, una cara cansada y en los ojos ese estado de falsa alerta de los que toman mucho café. Era frágil,  era común, era, como yo. Mis ilusiones de lectora a la basura. Mi escritora imaginada perdida para siempre, muerta. Mi fanatismo silencioso en vano. Mi decepción tan grande que no pude leerla más.

jueves, abril 04, 2013

El vendedor de libretas


Hace algunos meses M, una amiga, me regaló una libreta. En realidad había comprado tres en el subte y yo le pedí una. Me la vendió pero yo la sentí como un regalo. Le dije que era una traficante de libretas. Me reí y la guardé. No pensé que esa pila de hojitas con tapa de cartón con colores mal combinados sería la guardiana del tesoro de mis palabras. ¿Por qué tesoro? porque las palabras escritas en esa libreta no fueron palabras cualquiera, no. Fueron palabras que me reconciliaron con la escritura. Siendo ella tan pequeña, la empecé a llevar conmigo a todas partes y a sacarla de mi bolso cada vez que la escritura me urgía. A mí todo o me urge o me da igual. La escritura cuando aparece, se me impone como una urgencia. Esa libreta me recordó que lo que a mí me gusta es escribir. Y volví a hacerlo, volví a hacerlo en todas partes: en el colectivo, en un café, en el tren, hasta caminando. En conclusión: creo que nunca una libreta me hizo tan feliz pues además pasaba yo por tiempos duros; una separación, exceso de trabajo, falta de dinero, falta de motivación cualquiera. Después de un tiempo M volvió a aparecer con una libreta y esta vez sí fue regalo. Justo a tiempo, yo ya había empezado a llenar las hojas de la mía en los pequeños márgenes en blanco, se había consumido toda, como una vela. En esta, las palabras ya no fueron escritas con urgencia, sino más bien, pensadas, aburridas. Había sufrido la escasez del papel y temía no tener otra libreta (ESA libreta) en largo tiempo. No podía llenarla con palabras a mi antojo; esta vez no estaba funcionando. Incluso dejé de llevarla conmigo a todas partes y pasó a ocupar un lugar en mi velador. Un cuaderno rojo le robó el lugar en mi cartera. Hoy en el subte se dio un encuentro inesperado. Hoy vi al vendedor de las libretas. Tenía cara bondadosa. Llevaba una caja con libretas y en la mano varias pilas que usaba para repartir, mostrar y en casi todos los casos, volver a guardar. No abundan los compradores de libretas. Las vendía en un paquete de tres, agarradas por un elástico y además ¡una bic! que pensé: está de más, habría que decirle que esas libretas son la joya suficiente. Agarré mis seis libretas con fuerza tres de ellas usurpadas de la pasajera de al lado e inmediatamente empecé a buscar dinero en el bolso que por supuesto, está por todas partes (quizás algún día encuentre un vendedor de una billetera que sea la guardiana de mi dinero), y junté la suma. Cuando el vendedor ya estaba en plena recolección, empujé mis grandes audífonos hacia atrás y cayeron sobre mi nuca (todo un símbolo postmoderno de respeto, sacarse los audífonos para alguien), y le entregué el dinero a cambio de quedarme yo con sus libretas. Me saqué los audífonos también porque quería hablarle, quería decirle algo así como: "Me encantan tus libretas", o "no sabes como me gustan estas libretas", o "he estado buscando tanto estas libretas", o "siento que ya te conozco pues conozco de antes tus libretas", o "una amiga siempre te compra estas libretas y las trafica para quienes amamos escribir en ellas", o. Todo sería muy cursi para quien está apurado en la venta, pero le di el dinero y sonreí como mejor pude, con todo el cuerpo y la cara. Él también sonrío, apurado. Yo voy a empezar a escribir en mis libretas lo que se me antoje, escuchando la urgencia de las palabras cuando me sorprendan en cualquier lugar, en cualquier momento. Total ahora tengo seis y creo que ya sé donde encontrar al vendedor, aunque me gustaría pensar que su recorrido no es siempre el mismo y que quizás otra vez las libretas vuelvan a mis manos, inesperadas, sorprendentes.