martes, marzo 25, 2014

Sólo deja que la ola te lleve


A Mónica y Vicky

El temblor despertó a Cora de madrugada. La casa se movía como una hamaca. Recordó que había vuelto a tierras volcánicas. Se levantó de la cama como pudo y se paró debajo del marco de la puerta como le habían enseñado. En la casa sólo se oía el crujir del piso de madera, todos gozaban de un sueño profundo menos ella que se despertaba de una vez y para siempre si un pajarito le cantaba en la ventana. Pasó el temblor y volvió a la cama. Las sábanas tenían ese olor fresco que sólo les da la prolongada exposición al sol. Entrando al estado de ensoñación se le apareció la viva imagen de la mañana anterior. Lidia en el mar. Lidia pidiendo ayudando en el mar. Lidia estirando el brazo y ellas tratando de llegar a la orilla. “¡Ven, ven! Sí puedes salir” “'¡Ven! Sólo deja que la ola te lleve”. Lidia se empujaba para abajo como intentando tocar la arena con los pies para impulsarse y su cara decía que no, que no tocaba, que no podía salir. El mar inmenso y Lidia ahí en el medio sorteando cada ola, permaneciendo siempre en el mismo lugar, cada vez más cansada, pálida de terror. Berti le gritaba con entusiasmo para animarla a salir y luego miraba a Cora, y Cora miraba a Berti, y ambas no sabían que hacer para sacar a Lidia del mar. La playa de Punta Lucía estaba desolada y por eso habían ido, porque nunca había nadie y podían tener la playa para ellas solas. Ahora no parecía tan buena idea. Hubiesen dado lo que sea porque alguien pasara por ahí para halar a Lidia del brazo y devolverla a la arena seca. A las dos sobrevivientes del remolino les había costado tanto salir que sabían que si volvían a entrar por Lidia, sólo significaba que después no iba a poder salir ninguna de las tres y morirían ahí ahogadas sin que nadie sepa siquiera por donde empezar a buscar sus cuerpos. El tío de Cora había muerto hace más de veinte años en esa misma playa y ahora Cora se reprochaba no haber escuchado a su madre cuando le decía que nunca se bañe ahí “En Punta Lucía siempre parece que el mar está tranquilo, la gente entra y después no puede salir. Ahí el mar es traicionero. Acuérdate del tío Javier”. Una ola la había revolcado con fuerza y la había dejado exactamente en el mismo lugar, pero de alguna forma que después calificó como divina pudo llegar a la orilla con Berti que había podido salir primero, quizás porque era la más alta de las tres y podía impulsarse tocando la arena. “¡Ven! Sólo deja que la ola te lleve”, seguía gritando Berti. Lidia se embarcó en un ola y por primera vez en lo que parecía una eternidad, se acercó un poco más hacia sus amigas. Poco a poco fue llegando a la orilla hasta que alcanzó a Berti y a Cora y salieron juntas del mar exhaustas, sin decir nada, sabiendo que habían ganado la vida otra vez, por azar pero también por insistencia. Caminaron hasta llegar al lugar donde tenían sus cosas, sin parasol, sólo las toallas tiradas en la arena. Se acostaron agotadas y después se rieron todavía nerviosas y cada una relató su salida del mar, cómo había sido, que habían sentido, cómo las arrastraron las olas. Lidia contó que su padre le había dicho que había una frecuencia de siete olas muy bravas y que después de eso el mar volvía a estar calmo. Sólo era cuestión de esperar con paciencia que pasaran esas olas y después tratar de salir. “Traté de calmarme con eso, pero no pude esperar, ya quería salir” les dijo con los ojos angustiados. Las tres se agarraron de las manos y no dijeron nada más. Recogieron sus cosas y se fueron asustadas de Punta Lucía, pero también victoriosas y renovadas por ese nosequé que da la cercanía a la muerte. Cora en su cama hacía un repaso de todo pero había una imágen que persistía, Lidia sóla agitando los brazos en el ancho, infinto mar. Sola, estancada, sólo ella podría sacarse de ahí. “Estamos solos” pensó Cora y volvió a intentar dormir otra vez, sintiéndose desprotegida como si no hubiese nadie más habitando la casa o el mundo hasta que recordó la cálida voz de Berti que había animado a Lidia a salir del mar diciendo "¡Ven! Sólo deja que la ola te lleve!".

jueves, enero 23, 2014

Ahora qué

Diagnóstico: Síndrome de la post-universidad. 
Centro de Rehabilitación "Sol del mañana"
Habitación 005

Estoy en el centro de rehabilitación de jóvenes con síndrome de la post-universidad. Aquí se supone que nos van a sacar el miedo y nos van a preparar para enfrentar el duro mundo laboral del siglo XXI. 

Por las mañanas desayunamos todos juntos en el comedor. Después salimos al jardín donde nos permiten leer únicamente libros motivacionales. Bueno, también nos dejan leer periódicos pero en grupo, es parte de la terapia para ir adaptándonos al mundo real. Está terminantemente prohibido escuchar música y leer poesía, ambas conductas son sancionadas con el aislamiento. El alcohol y las drogas tampoco están permitidos, pero los duces sí, para la ansiedad. Hay una televisión que sólo pasa charlas TED, esa la compartimos entre todos. 
En la habitación de al lado, en la 006 está Victoria, una estudiante de piano que nunca se ríe. Nos hemos empezado a hacer amigas, a ella se le hace difícil sin la música.
Los miércoles y los viernes podemos recibir llamadas. Mi mamá me ha llamado hoy por teléfono para decirme que no me quiere presionar pero que cuando salga de "Sol del mañana" tengo que saber bien que voy a hacer. Le colgué. Es hora de ir a la terapia individual, hoy tengo que contarle al doctor cómo superé la graduación del colegio. 

Aquí se acaba la ficción y empieza el relato autobiográfico.


Mi mamá me dice que tengo que saber bien qué voy a hacer. Mis planes terminan el día que regreso a Guayaquil. Después de ese día, no se qué voy a hacer. Entonces reconozco esa incertidumbre que dicen que la ataca a una cuando termina su carrera universitaria. Ese "¿Ahora qué?" que siempre pensé que era una invención. Tengo planes en exceso y me cuesta decidirme. También me cuesta creer que lo que planeo se va a cumplir. Será porque como bicho latinoamericano ya aprendí que mucho depende del contexto. Voy a regresar a Guayaquil y cualquier cosa puede pasar. No sé que esperar. Tener tiempo para pensarlo sólo lo hace peor. Cuando decidí venir a Buenos Aires todo pasó rápido. Tenía que terminar el primer año de universidad, seguir con mi trabajo de profesora de inglés y hacer los numerosos trámites en el consulado de Argentina (para eso tuve que viajar a Quito cuatro o cinco veces). En el consulado estaban colapsados de solicitudes de estudiantes y había que ser muy insistente, llamar, pedir que por favor aceleran el trámite, que ya iba a empezar la universidad, que ya tenía mi pasaje de avión, etc. Cuando fui por última vez para firmar mi inscripción al Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires leo en el papel "PSICOLOGÍA".

Ehhhh, perdón, pero aquí dice 'psicología' no 'comunicación', y yo me inscribí en comunicación.
Ah, deje ver. Ah, sí, es cierto dice psicología, pero psicología, comunicación, es lo mismo.

Llanto. Hice una tremenda escena en el diminuto consulado, gritando "No es lo mismo, no es lo mismo", hasta que la secretaria me prometió que harían el cambio de carrera. Recuerdo que mi papá me miraba como diciéndome "te voy a matar", supongo que le enojaba mi falta de carácter y mi actitud caprichosa. Cuando salimos, nos encontramos con mi media hermana. Ella nos preguntó como nos fue, él sólo dijo "se puso a llorar".
Entre el melodrama de la inscripción en la universidad, hacer unos trámites más, conseguir departamento por internet y las despedidas, no tuve tiempo de pensar que de verdad me iba. Sólo me di cuenta cuando ya estaba en el avión, hasta ese entonces todo había sido divertido, incluso los viajes a Quito por un día donde veía a mi papá. Y ahora estaba sola. Sola en el avión como tantas veces antes, pero estaba vez era distinto. Como ahora, tampoco había planificado nada después de la fecha de llegada. Llegaría a Buenos Aires y ahí vería "que trip", pero eso no me daba miedo. Al contrario, me encantaba la incertidumbre. Que rico era tener diecinueve.
Ahora se me hace tan difícil tomar una decisión y cuando la tomo pienso y pienso y pienso y doy vueltas en la cama y no puedo dormir. Como ahora. Trato de no pre-ocuparme (juego de palabras que me enseñó una amiga que va a terapia cognitiva-conductual, muy útil). Pero no puedo. Quiero anticipar mis movidas y sé que no puedo, sé que tengo que llegar, que tengo que estar ahí y ver que pasa, ver "que trip". Es lo único que sé. Podría tener un máster en "gestión de la incertidumbre". En mi tarjeta de presentación escribiría abajo de mi nombre "El futuro siempre es un lugar pantanoso".
Tocará otra vez subirse al avión y no saber que pasará después de ese día. Supongo que sólo se trata de estar abierta a lo que el contexto depare (para no decir "destino"). Supongo, supongo, supongo.

miércoles, enero 15, 2014

El día que un hombre me escupió



"No hay hombre interior, 
el hombre es en el mundo, 
y es en el mundo en donde se conoce"
Maurice Merleau-Ponty
Fenomenología de la Percepción

El colectivo fantasma está lleno de espectros. Todos para mí están muertos. Es uno de esos días en que me encuentro en absoluto volcada hacia mí misma y con una profunda (la palabra indicada sería superficial) indiferencia hacia los demás y el mundo. Son días en los que si una persona muriese a mi lado yo a penas voltearía la mirada y seguiría de largo para pensar sólo en mi propia muerte. No es agradable, ni cordial, pero es lo que pasa. Pienso que eso deben sentir los psicópatas: absolutamente nada. Mi mirada se pierde sobre cualquier superficie, no importa, porque en realidad no miro nada, sólo pienso y no siento nada. El colectivo está lleno de cuerpos y hace mucho calor en esa maldita tarde de enero. Siento mi mente desarticulada de mi propio yo, del tiempo y del espacio. Me he ido muy lejos y sin embargo estoy ahí, parada, tratando de encontrar un lugar estable en el atestado transporte público que tanto detesto en días como ese. El colectivo está tan lleno que no hay ni un lugar donde poner la mano para no caer con sus vaivenes. Luego de avanzar hacia la parte de atrás del colectivo encuentro un asa libre para aferrarme, mi mano la toma con fuerza. Disfruto del hallazgo sólo unos segundos porque alguien ha decidido ignorar mi mano y tomar la misma agarradera. Es un hombre. Siento el roce. Mi mano rozándose con la mano de un extraño, extraño que tiene las uñas largas y que me recuerda al hombre de las cloacas de Holy Motors. Muevo la mano un poco como para reafirmar que yo agarré la manija primero y percatar al otro de que aquel roce me molesta. Retira su mano. Ja. Puede seguir ciertas convenciones sociales al menos. Hay algo en su presencia que me ha sacado del lejano lugar mental donde me encontraba. Siento que me está observando. La mujer que estaba sentada al lado mío se ha parado ¡Asiento vacío! ¡Asiento vacío! Voy a sentarme. Me siento. Saco los audífonos de la cartera. Ah. Pero hay algo que me molesta, y es que ahora tengo a ese hombre desagradable justo a mí lado, y sé, lo sé, me está mirado. Me siento muy incómoda y de pronto el hombre está gritando. Me saco uno de los audífonos y levanto mi mirada, me está hablando y mientras dice "No hay nadie en la calle ¿eh?" veo grandes borbotones de saliva mezclados con algo de sangre caer de su boca directo a mi pierna. Veo la saliva sobre mi pantalón y me paro horrorizada sin poder decir nada, a penas logro articular una expresión silenciosa de horror. El hombre se limpia la boca -que sigue produciendo saliva- torpemente con el brazo y dice "disculpa" mientras se sienta satisfecho en el asiento que ya he dejado, muda, en busca de la puerta de salida del colectivo. La ilusión de la abstracción duró sólo unos momentos, sólo hasta que la realidad me dio un escupitajo, sólo hasta que la realidad me trajo de vuelta al mundo de los vivos a salivasos.