A Mónica y Vicky
El temblor despertó a Cora de
madrugada. La casa se movía como una hamaca. Recordó
que había vuelto a tierras volcánicas. Se levantó de la
cama como pudo y se paró debajo del marco de la puerta como le
habían enseñado. En la casa sólo se oía el crujir del piso de
madera, todos gozaban de un sueño profundo menos ella que se
despertaba de una vez y para siempre si un pajarito le cantaba en la
ventana. Pasó el temblor y volvió a la cama. Las sábanas tenían
ese olor fresco que sólo les da la prolongada exposición al sol.
Entrando al estado de ensoñación se le apareció la viva imagen de
la mañana anterior. Lidia en el mar. Lidia pidiendo ayudando en el mar.
Lidia estirando el brazo y ellas tratando de llegar a la orilla.
“¡Ven, ven! Sí puedes salir” “'¡Ven! Sólo deja que la ola
te lleve”. Lidia se empujaba para abajo como intentando tocar la
arena con los pies para impulsarse y su cara decía que no, que no
tocaba, que no podía salir. El mar inmenso y Lidia ahí en el medio
sorteando cada ola, permaneciendo siempre en el mismo lugar, cada vez
más cansada, pálida de terror. Berti le gritaba con entusiasmo para
animarla a salir y luego miraba a Cora, y Cora miraba a Berti, y
ambas no sabían que hacer para sacar a Lidia del mar. La playa de
Punta Lucía estaba desolada y por eso habían ido, porque nunca
había nadie y podían tener la playa para ellas solas. Ahora no
parecía tan buena idea. Hubiesen dado lo que sea porque alguien
pasara por ahí para halar a Lidia del brazo y devolverla a la arena
seca. A las dos sobrevivientes del remolino les había costado tanto
salir que sabían que si volvían a entrar por Lidia, sólo
significaba que después no iba a poder salir ninguna de las tres y
morirían ahí ahogadas sin que nadie sepa siquiera por donde empezar
a buscar sus cuerpos. El tío de Cora había muerto hace más de
veinte años en esa misma playa y ahora Cora se reprochaba no haber
escuchado a su madre cuando le decía que nunca se bañe ahí “En
Punta Lucía siempre parece que el mar está tranquilo, la gente
entra y después no puede salir. Ahí el mar es traicionero.
Acuérdate del tío Javier”. Una ola la había revolcado con fuerza
y la había dejado exactamente en el mismo lugar, pero de alguna
forma que después calificó como divina pudo llegar a la orilla con
Berti que había podido salir primero, quizás porque era la más
alta de las tres y podía impulsarse tocando la arena. “¡Ven! Sólo
deja que la ola te lleve”, seguía gritando Berti. Lidia se embarcó
en un ola y por primera vez en lo que parecía una eternidad, se
acercó un poco más hacia sus amigas. Poco a poco fue llegando a la
orilla hasta que alcanzó a Berti y a Cora y salieron juntas del mar
exhaustas, sin decir nada, sabiendo que habían ganado la vida otra
vez, por azar pero también por insistencia. Caminaron hasta llegar
al lugar donde tenían sus cosas, sin parasol, sólo las toallas
tiradas en la arena. Se acostaron agotadas y después se rieron
todavía nerviosas y cada una relató su salida del mar, cómo había
sido, que habían sentido, cómo las arrastraron las olas. Lidia
contó que su padre le había dicho que había una frecuencia de
siete olas muy bravas y que después de eso el mar volvía a estar
calmo. Sólo era cuestión de esperar con paciencia que pasaran esas
olas y después tratar de salir. “Traté de calmarme con eso, pero
no pude esperar, ya quería salir” les dijo con los ojos
angustiados. Las tres se agarraron de las manos y no dijeron nada
más. Recogieron sus cosas y se fueron asustadas de Punta Lucía,
pero también victoriosas y renovadas por ese nosequé que da la
cercanía a la muerte. Cora en su cama hacía un repaso de todo pero
había una imágen que persistía, Lidia sóla agitando los brazos en
el ancho, infinto mar. Sola, estancada, sólo ella podría sacarse de
ahí. “Estamos solos” pensó Cora y volvió a intentar dormir otra vez,
sintiéndose desprotegida como si no hubiese nadie más habitando la
casa o el mundo hasta que recordó la cálida voz de Berti que había animado a Lidia a salir del mar diciendo "¡Ven! Sólo deja que la ola te lleve!".