Por ahí un papelito
que solamente dice:
Siempre fuiste mi espejo,
quiero decir que para verme tenía que mirarte.
Era sábado al mediodía y salía del peor trabajo que jamás haya tenido. Como empujada por una ráfaga interior salí casi corriendo del edificio de Florida y Lavalle para ir al encuentro de su abrazo salvador. Al cruzar Diagonal Norte casi me atropella un carro. Un vuelco al corazón me paralizó unos instantes. El encuentro ahora se había vuelto más urgente, envuelto por el dramatismo de la posibilidad de la muerte. A medida que me acercaba al parque donde me esperaba, desde lejos pude verlo de espaldas y erguido con su abrigo azul. Hacía frío. Él estaba sentado en una de las bancas mirando hacia abajo, leía un libro de Mark Twain que luego leeríamos juntos,
El diario de Adán y Eva. Pensé: está ahí y lo he visto desde muy lejos. Incluso de espaldas y en medio de tanta gente he podido reconocerlo. Lo reconocería en cualquier parte.
Yo existía para encontrarlo, para reconocerlo.
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