Clara estaba enamorada de las simples cosas y de las historias de los cuentos. ¡Cómo amaba los cuentos!
A
Clara le encantaba bañarse bajo la lluvia y le fascinaba pintar las paredes con
crayola. La enternecía la sopita de queso (solo cuando estaba enferma) y se
maravillaba con las rosas del jardín de la abuela. Disfrutaba como nadie las
obras de teatro y se reía a carcajadas con los títeres. Se estremecía con las
canciones de su mamá y también leía muchos cuentos ¡Como amaba los cuentos!
Tenía muchos. Los cuentos venían en unos libros gordos y grandes con tomos
numerados. Eran de un azul profundo como el mar con guardas doradas, ya opacas
por el tiempo, en las cuatro esquinas. Esos libros habían estado en la casa de
sus abuelos desde siempre, como las rosas. Nuestra protagonista vivía con sus abuelos
y con su madre. Del papá de Clara no hablaremos mucho en este cuento.
Un
día muy soleado de diciembre Clara tuvo una idea, no sabemos en realidad si esa
idea fue de Clara o si la sacó de un cuento, pero en fin, tuvo una idea. Clara
pensó que si ponía todos los libros de cuentos en el jardín de la abuela, como
si fueran plantas, como si estuvieran vivos, podría conocer a algunos de los personajes
de las historias. Clara creía
fervientemente en los deseos y había deseado con mucho ahínco y cerrando los
ojos que este se le cumpliera antes de su cumpleaños número doce. Uno a uno Clara
empezó a sacar los libros al jardín, con la absoluta solemnidad de una tarea
sagrada. Su gata Blanca caminaba detrás de ella de un lado a otro. Clara tomaba
los libros del librero de madera por el lomo, por la punta de arriba, y los empujaba
para afuera delicada, hasta hacerlos caer como plumas, o como algodón. Un
acolchonado paff sonaba cada vez que
caía un libro en sus manos. Eran doce (los libros, no las manos).
Luego
de disponer los cuentos en los lugares que parecían los apropiados para ellos,
Clara se acostó panza abajo con los brazos sosteniendo su cara, con la mirada
fija en el rosal. Al principio no pasó nada, pero luego de unas horas un libro
empezó a temblar. La primera que salió fue la Gallina Coqueta. Blanca corrió a
la casa asustada, era muy miedosa, pero Clara se quedó en el jardín con los
ojos abiertos como platos. No tenía ni una pizca de miedo. ¡Luego de horas de
contemplación la Gallina Coqueta del cuento había decido ser la primera en
atreverse a salir del libro para que la viera! Movió sus laaargas pestañas de
arriba abajo y de abajo arriba. Primero lento y luego en un do re mi hacía un movimiento más rápido
para rematar la mirada. Los ojos celestes le brillaban como un cielo y el pico
era de un anaranjado vivísimo. Sus plumas eran de varios colores: morado pastel,
turquesa, blanco y amarillo. La Galleta Coqueta se paseaba con elegancia por
las plantas y olía las rosas con cara de enamorada. Tan coqueta era la Gallina
Coqueta que apenas el hijo del vecino pasó por la vereda no duró ni un triz en
salirse por las rejas negras y correr tras él dejando corazones dibujados en el
aire.
Pronto
otro libro empezó a temblar. De este libro, a regañadientes, salió el Duendecito
Furioso ¡Se lo veía muy enojado! Unas arrugas tan profundas como grietas en la
tierra se acentuaban sobre su frente. Encima, su gran sombrero rojo y a los
lados ¡Un montón de pelos grises sin orden alguno! Tenía unos tirantes azules que
parecía que iban a explotar sobre su barriga. Los pantalones eran negros y
llevaba unos zapatos negros también que eran casi de su tamaño. Entre gruñidos,
el Duendecito Furioso empezó a trepar con gran habilidad el tallo de una
margarita. Subía abrazado al tallo con sus brazos y con sus piernas. Cuando al
fin llegó a la cima, el Duendecito Furioso empezó a saltar, claro, con furia
sobre el botón de la margarita, con tal furia que la flor empezó a deshojarse y
luego a llorar. ¡Las flores también estaban vivas! Empezaron a despertar una a
una y le dirigieron una mirada tan llena de quién sabe qué, que el Duendecito
Furioso se detuvo a raya y bajó refunfuñando pero de un salto. Enseguida abrió
el tronco de un árbol como quien abre una puerta y se metió dando un portazo. Pum. Dicen que esa fue la última vez que
el Duendecito Furioso le pegó a una flor. Clara pensó ¡Qué bien por las flores!
Maravillada,
Clara empezó a ver como otro libro temblaba. El Hada de los Cuentos salió empujándose
con sus dos bracitos sobre las páginas y regó un poco de su polvo de hadas
cuando finalmente salió por completo. El Hada de los Cuentos tenía un vestido
de un amarillo muy clarito y se confundía con las flores que Clara había
sembrado con su mamá durante las últimas vacaciones de la escuela. El Hada de
los Cuentos voló hasta los helechos de la ventana y se resbalada sobre las
hojas como se resbalaba por sus pensamientos. Nada del exterior distraía al
hada de los cuentos de sus pensamientos, ni se había fijado en la belleza del
jardín, parecía estar perdida en sus cuentos o mejor dicho en sus ideas de
cuentos. El Hada de los Cuentos nunca había podido escribir nada, ella solo
imaginaba. Con una florcita blanca que le hacía de pluma sobre las manos hacía
garabatos sobre las hojas de su cuaderno. El Hada de los Cuentos se mudó a una
rosa, y después de la rosa se trepó a un geranio y así iba de flor de flor
buscando inspiración. Finalmente el Hada de los Cuentos salió volando
persiguiendo una idea fantástica que se le escapaba en forma de nubecita. Llegó
hasta el techo, se impulsó en las tejas y salió quién sabe para qué lugar en la
galaxia. Lástima, pensó Clara, le hubiese gustado ser amiga del Hada de los
Cuentos.
El
cuarto personaje en salir de un libro tembloroso fue el Mono Bello. El Mono
Bello tenía el pelaje como terciopelo y su sonrisa era bondadosa y deslumbrante.
Clara pensó que nunca había visto un animal tan hermoso como el Mono Bello. El
Mono Bello empezó a enamorar una a una a las flores del jardín con su belleza.
Las flores dejaron caer sus pesados párpados en sensuales miradas para el Mono
Bello. Su belleza les entraba por los pétalos hasta lo más profundo del botón. Las
flores lo envolvieron entre abrazos con sus largas hojas verdes. El Mono Bello
también fue seducido por las flores que lo embriagaron con su perfume hasta
hacerlo quedar dormido con una sonrisa tan plácida y sonriente como la de un
bebé. Las flores acurrucaron al mono entre sus brazos-hojas y de tanto en tanto
le hacían cosquillas para ver sus dientes blancos brillando cuando reía. El
mono pasó a ser la mascota de la familia de Clara. Dicen que cuando murió lo
enterraron las flores entre sollozos y perfumes, agitando pañuelos.
Al
cabo de poco tiempo otro libro tembló y de él salió la Luna de Queso. La Luna
de Queso rodó y rodó por el jardín y luego se quedó quieta porque se topó con
una piedra. La luna de queso abrió sus grandes y negros ojos y miró sorprendida
a su alrededor ¡Nunca había visto el día! La Luna de Queso estiró sus pies y se
puso en marcha para explorarlo todo. Clara pensó que seguramente la luna estaba
viendo todo desde otra perspectiva por primera vez y no se equivocaba. La Luna
de Queso que solo conocía su cuento hasta entonces, nunca había bajado al
mundo. La Luna de Queso empezó a cantar
una canción de agradecimiento. De pronto el cielo empezó a teñirse de
anaranjado. La luna esperó y esperó hasta que el cielo se puso negro. Subió al
firmamento, les pidió permiso a unas estrellas que conversaban sobre un libro
de cuentos de Clarice Lispector, y se colocó en el centro. La Luna de Queso
iluminó todo el cielo y siguió cantando las gracias.
Como
ya era de noche Clara recogió los libros uno a uno y a cada uno le dio un
abrazo y luego un beso. Aunque sabía que la próxima vez que leyera los cuentos
no encontraría a estos protagonistas no se puso triste, ¡Clara había presenciado
la magia de la Gallina Coqueta, del Duendecito Furioso, del Hada de los
Cuentos, del Mono Bello y de la Luna de Queso! ¿Qué más podía pedir? Segura de
que nadie más entendería su hallazgo (quizás solo Blanca lo entendería), Clara
guardó ese día como un secreto y lo repitió tantas veces como especial se
sintiese el día. De ese modo conoció a muchos personajes más como la Niña que Quería
Volar y la Rana Poeta. Poco a poco los libros de cuentos se fueron quedaron sin
personajes, algunas páginas solo mostraban las ilustraciones de los lugares
vacíos. Una casa roja, un bosque, un gran mar azul. Los personajes de los
cuentos empezaron a poblar el mundo. ¿Y Clara? Clara nunca se quedó sin
historias porque después de estar en contacto con la magia las empezó a escribir
ella, en el jardín, acompañada de su gata Blanca y con una florcita de pluma.
Escribió muchos cuentos como este en los que los personajes se salen de los
libros. Clara escribió desde los doce hasta que fue muy viejita, con arrugas
tan profundas como las grietas de la tierra, hasta que ella misma se convirtió en
cuento y en viento.
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