viernes, octubre 12, 2012

Ayer vi una mariposa muerta en la vereda. Primero pensé que era de tela y me dispuse a recogerla. Estiré la mano, la misma que segundos después se retrajo ante el tacto del ala, aterciopelada, real. Descubrir que la mariposa era efectivamente una mariposa, en ese momento, era como verla morir frente a mis ojos. Unos hombres pasaron caminando del otro lado de la calle, se detuvieron y me miraron. Supongo que querían ver qué yacía ahí en el suelo, qué miraba yo con tanto horror, inclinada hacia abajo y con los ojos clavados en el cemento. Ahí estaba, dudando si llevarme la mariposa o dejarla ahí tirada, sola. Cuando seguí caminando sentí la culpa de alguien que acaba de encontrar algo precioso y no sabe apreciarlo ¿Qué se hace con una mariposa muerta? ¿Podría iniciarme en el arte de la disección? Venía ante mí la imagen de una colección de mariposas disecadas, con un sombra grande en el medio, donde iría MI mariposa, ahora abandonada y perdida ya para siempre. Imaginé también al coleccionista, que no se por qué retraté como un periodista, viendo el cuadro y desaprobando la mancha de la ausencia con gran decepción. No podía ser una mariposa común. Era grande, muy grande, blanca y con los bordes anaranjados. Parecía pesada. Parecía de colección. Me sentí inculta, ignorante, seguro era una especie exótica y yo la había dejado ahí, en la calle. No. No había llevado a la mariposa porque una vez, también seducida por la muerte (siempre, siempre estuvo ahí esa seducción), guardé una mosca muerta en la tapa de una pluma y eso no resultó tan bien. Recuerdo abrir la tapa y ver como salían, en cantidades numerosas, pequeñas hormigas (en realidad no se qué eran), y la pluma cayendo por mi mano que en el medio del horror se retrajo ante el tacto de los bichos, asquerosos, reales.

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