Después de ocho años de vivir afuera
de mi país es que lo puedo ver con cierta distancia.
Desnaturalizarlo, si se quiere sonar más intelectual. Esta
desnaturalización es un darse cuenta. Yo me di cuenta de que en
Ecuador las relaciones coloniales persisten. Yo alcancé, y cuánto
agradezco por ello, a ser criada por una verdadera matrona: la prima
de mi mamá, mi tía Elsa, quien ya había cuidado antes a otras
niñas de la familia. Le digo matrona porque mi tía me cuidó como si me hubiese parido. Mi mamá, que era bastante moderna para la
época -madre soltera, usaba jeans, manejaba y trabajaba- anunció
que terminada su licencia de maternidad me llevaría a una
guardería. “De ninguna manera” dicen que respondió mi tía
Elsa, y el lunes antes de que mi mamá se fuera a trabajar, llegó
para quedarse conmigo, quién diría, por siete años.
Mi tía Elsa
llegaba muy temprano a la casa, no sé a qué hora, pero cuando yo me
despertaba para ir a la escuela ella ya estaba ahí. Todos los días
me hacía un peinado distinto, agarraba una peinilla y con fuerza
tiraba de mi pelo para atrás, dejando un efecto achinado en mis ojos
y la frente tirante. Era la única manera de que regresara peinada
después de ocho horas en la escuela, supongo. Estoy segura de que mi
mamá recuerda más que yo mis berrinches cuando mi tía Elsa se fue. Madre moderna y una absoluta inútil para los peinados. Ella los hacía y
yo en un acto rebelde y de suma tristeza a la vez, los deshacía. Al
final las dos enojadas y yo me tenía que conformar con ir a la
escuela con un cola de caballo común, como las demás niñas.
Mi tía
cuidaba de que mi uniforme esté impecable y bien planchado. Nunca he
vuelto a reconocer en mí tal pulcritud. A ella le encantaban
tres cosas: los perfumes, Juan Luis Guerra y las alhajas. De mi tía
recibí como regalos una pulsera de plata y un anillo. En mi primera
comunión me regaló una pulsera y un reloj que hacían juego, creo
que aún los conservo en mi casa de Guayaquil. El anillo lo perdí en
la escuela cuando una compañera me lo pidió prestado y al día
siguiente cuando se lo pedí me dijo con soltura: “lo perdió mi
hermano” y siguió escribiendo en su cuaderno, la muy insolente, como si nada hubiera
pasado mientras a mí por dentro me carcomían el pánico y la furia.
En realidad la reprimenda ya la había recibido el día anterior
cuando se lo había prestado, pues cuando llegaba de la escuela mi
tía me sometía a una especie de revisión. A ver si estás peinada,
y qué es esa mancha en la camisa, y demás. Todavía recuerdo la gran
reprimenda que me dio ese día mientras me bañaba. Frotaba la
esponja más fuerte que de costumbre, pero sólo ligeramente. Lo que más
dolían eran sus palabras, que emitidas de su boca siempre eran como
sentencias.
Mi tía Elsa tenía mucho carácter, o al menos eso yo
creía. Cuando crecí y la vi retando a sus nietos y luego, en
secreto, reírse conmigo de forma cómplice, me di cuenta de que todo
había sido siempre una actuación. Mi tía educaba a través del
miedo. Yo tenía tanto miedo de mi tía que recreé en mi mente como
real una situación que sólo fue amenaza. La amenaza de mi tía era
siempre la misma, y violenta “si haces tal cosa, te meto en la cisterna”. Yo tengo el recuerdo de estar flotando dentro de la cisterna, viendo sólo agua alrededor, pero hoy puedo estar segura de que esa mujer dulce hubiese
sido incapaz. Como dije antes, era todo una actuación. Esa era su pedagogía ante una niña inquieta. She didn't know any better.
Como mi madre siempre fue la peor escogiendo el
momento oportuno para cualquier cosa, no tuvo mejor idea que
comunicarme en mi cumpleaños número siete que mi tía me
abandonaría. Su hija recién había dado a luz y la tarea natural de
la matrona era criar a su nieta María José. Se derrumbó el mundo.
Debe ser uno de los días en los que más he llorado en mi vida
entera. En mi cuarto tenía un ángel de cerámica, dulce y mujer, a
la que recé que no me quitara a mi tía pero fue en vano. Mi tía se fue. Junto a ella había pasado siete años mis tardes
y mis mañanas antes de ir a la escuela. Me vestía, me bañaba, me
peinaba. Cuidaba de mí como nadie, ni siquiera mi mamá cuidó de mí
después con tanto ahínco.
Con mi tía mantengo hasta hoy una relación de estrecha
amistad. Cuando vivía en Guayaquil la llamaba siempre por teléfono
para contarnos los chismes de la familia. Siempre en las reuniones
familiares nos la pasamos abrazadas, parloteando. Cuando nos vemos, las dos nos llenamos de abrazos y besos. En todos mis cumpleaños,
llora. Llora por que crezco. Le encanta jactarse de que nos ha criado
y también reniega de mis primas ingratas. De mí nunca puede
quejarse; yo le agradezco hasta hoy sus cuidados en mi infancia con gran afecto.
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