sábado, abril 06, 2013

Criança


Después de ocho años de vivir afuera de mi país es que lo puedo ver con cierta distancia. Desnaturalizarlo, si se quiere sonar más intelectual. Esta desnaturalización es un darse cuenta. Yo me di cuenta de que en Ecuador las relaciones coloniales persisten. Yo alcancé, y cuánto agradezco por ello, a ser criada por una verdadera matrona: la prima de mi mamá, mi tía Elsa, quien ya había cuidado antes a otras niñas de la familia. Le digo matrona porque mi tía me cuidó como si me hubiese parido. Mi mamá, que era bastante moderna para la época -madre soltera, usaba jeans, manejaba y trabajaba- anunció que terminada su licencia de maternidad me llevaría a una guardería. “De ninguna manera” dicen que respondió mi tía Elsa, y el lunes antes de que mi mamá se fuera a trabajar, llegó para quedarse conmigo, quién diría, por siete años. 
Mi tía Elsa llegaba muy temprano a la casa, no sé a qué hora, pero cuando yo me despertaba para ir a la escuela ella ya estaba ahí. Todos los días me hacía un peinado distinto, agarraba una peinilla y con fuerza tiraba de mi pelo para atrás, dejando un efecto achinado en mis ojos y la frente tirante. Era la única manera de que regresara peinada después de ocho horas en la escuela, supongo. Estoy segura de que mi mamá recuerda más que yo mis berrinches cuando mi tía Elsa se fue. Madre moderna y una absoluta inútil para los peinados. Ella los hacía y yo en un acto rebelde y de suma tristeza a la vez, los deshacía. Al final las dos enojadas y yo me tenía que conformar con ir a la escuela con un cola de caballo común, como las demás niñas. 
Mi tía cuidaba de que mi uniforme esté impecable y bien planchado. Nunca he vuelto a reconocer en mí tal pulcritud. A ella le encantaban tres cosas: los perfumes, Juan Luis Guerra y las alhajas. De mi tía recibí como regalos una pulsera de plata y un anillo. En mi primera comunión me regaló una pulsera y un reloj que hacían juego, creo que aún los conservo en mi casa de Guayaquil. El anillo lo perdí en la escuela cuando una compañera me lo pidió prestado y al día siguiente cuando se lo pedí me dijo con soltura: “lo perdió mi hermano” y siguió escribiendo en su cuaderno, la muy insolente, como si nada hubiera pasado mientras a mí por dentro me carcomían el pánico y la furia. En realidad la reprimenda ya la había recibido el día anterior cuando se lo había prestado, pues cuando llegaba de la escuela mi tía me sometía a una especie de revisión. A ver si estás peinada, y qué es esa mancha en la camisa, y demás. Todavía recuerdo la gran reprimenda que me dio ese día mientras me bañaba. Frotaba la esponja más fuerte que de costumbre, pero sólo ligeramente. Lo que más dolían eran sus palabras, que emitidas de su boca siempre eran como sentencias. 
Mi tía Elsa tenía mucho carácter, o al menos eso yo creía. Cuando crecí y la vi retando a sus nietos y luego, en secreto, reírse conmigo de forma cómplice, me di cuenta de que todo había sido siempre una actuación. Mi tía educaba a través del miedo. Yo tenía tanto miedo de mi tía que recreé en mi mente como real una situación que sólo fue amenaza. La amenaza de mi tía era siempre la misma, y violenta “si haces tal cosa, te meto en la cisterna”. Yo tengo el recuerdo de estar flotando dentro de la cisterna, viendo sólo agua alrededor,  pero hoy puedo estar segura de que esa mujer dulce hubiese sido incapaz. Como dije antes, era todo una actuación.  Esa era su pedagogía ante una niña inquieta. She didn't know any better.  
Como mi madre siempre fue la peor escogiendo el momento oportuno para cualquier cosa, no tuvo mejor idea que comunicarme en mi cumpleaños número siete que mi tía me abandonaría. Su hija recién había dado a luz y la tarea natural de la matrona era criar a su nieta María José. Se derrumbó el mundo. Debe ser uno de los días en los que más he llorado en mi vida entera. En mi cuarto tenía un ángel de cerámica, dulce y mujer, a la que recé que no me quitara a mi tía pero fue en vano. Mi tía se fue. Junto a ella había pasado siete años mis tardes y mis mañanas antes de ir a la escuela. Me vestía, me bañaba, me peinaba. Cuidaba de mí como nadie, ni siquiera mi mamá cuidó de mí después con tanto ahínco. 
Con mi tía mantengo hasta hoy una relación de estrecha amistad. Cuando vivía en Guayaquil la llamaba siempre por teléfono para contarnos los chismes de la familia. Siempre en las reuniones familiares nos la pasamos abrazadas, parloteando. Cuando nos vemos, las dos nos llenamos de abrazos y besos. En todos mis cumpleaños, llora. Llora por que crezco. Le encanta jactarse de que nos ha criado y también reniega de mis primas ingratas. De mí nunca puede quejarse; yo le agradezco hasta hoy sus cuidados en mi infancia con gran afecto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario