lunes, abril 08, 2013

Polaroids de Guayaquil

Barrio "Las Peñas", casas del Guayaquil antiguo

Transeúnte en "Las Peñas"

Centro de Guayaquil 

Churros

Estoy atravesando, sobreviviendo, mi último año de la carrera de Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. En estos largos años de rigurosas lecturas impuestas y de someterme al violento acto de la educación, un deseo me ha sido concecido: elegir un seminario optativo. Una pequeña libertad y ya sobre el final del recorrido; como el último deseo que se da a quien está a punto de ser ejecutado. La lista de seminarios se despliega en mi computadora. El deseo es restringido por una lista corta con horarios poco convenientes. Un seminario llama mi atención por su baja academicidad “Seminario de Crónicas Urbanas”.
Semanas después, la inscripción virtual se ha materializado; estoy sentada en el aula 104 de la sede de Santiago del Estero esperando que empiece la clase. Tres horas después sigo sentada en el mismo lugar, aturdida, sorprendida, la clase me ha maravillado y cuando eso pasa no puedo abandonar el aula de inmediato. Me quedo ahí, como estática, saboreando ese momento en que alguien ha logrado transmitir por iguales cuotas, conocimiento e inspiración. Las hojas de mi cuaderno rebasan de nombres autores, títulos de crónicas, recursos literarios, nombres de películas, de documentales, de ideas propias, de ideas ajenas y de frases textuales de mi profesor quien da las clases como sin darse cuenta de que cuando habla, lo hace con verdadera poesía.
Hoy tuve mi tercera clase del seminario. A este encuentro sólo asistimos cuatro personas y no me sorprende; sostengo la tesis de que lo bello casi siempre pasa por desapercibido. Las primeras dos horas hablamos de crónicas que mi profesor llama “ultra contemporáneas” y nos hemos pasado viendo unos libros que él ha llevado para que ojeemos. Anuncia que tomemos un descanso de veinte minutos, el seminario dura tres horas. Sin querer bajamos juntos las escaleras y comentamos algo sobre el horario de la clase; no hay nadie a esa hora en la facultad, son las cuatro de la tarde. “Fantasmagórico” le digo. “A mí, me gusta, es tranquilo”, dice él.
Ya en el patio, prende un cigarrillo y me pregunta de dónde soy. Le digo que de Ecuador, de Guayaquil y su cara se ilumina, me cuenta que está por hacer un viaje a Quito. “Quito es hermoso”, le digo y acto seguido me pide recomendaciones de viaje con la restricción de cinco días. Entonces me pongo el cassette de siempre y le digo que el centro histórico vale la pena recorrerlo todo en varios días, que es el mejor preservado del continente y que no puede dejar de visitar “La capilla del hombre”; el museo del pintor y escultor Oswaldo Guayasamín. Después de nombrarle las bondades de Quito me dice que algo ha llamado su atención: no le he dicho nada sobre Guayaquil, mi ciudad.
Y entonces me viene de pronto un sentimiento de vergüenza; nada peor que quien reniega de su lugar de origen, pero no es que yo reniegue, es que no sé como narrar Guayaquil en términos turísticos. Guayaquil, turísticamente, para mí, es inexplicable. Creo que sólo quien vive en ella puede amarla y encontrarla bella. Guayaquil es sobre todo "localísima", y el poco tiempo de los viajeros no alcanzaría nunca a apreciar la frenética, diversa y marginal Guayaquil. Diversa por sus lugares, que van desde lo más ostentosos narco complejos hasta los asentamientos de extrema pobreza y diversa también por su gente; a Guayaquil la habitamos blancos, negros, cholos, mestizos, montubios, serranos y demases. En fin, Guayaquil es una ciudad para vivirla, no para visitarla.
Después de esta conversación me quedó la amarga sensación de vivir en una ciudad que por momentos, cuando se la tengo que contar a otros, se me hace intangible. Me entró entonces la urgencia de narrar Guayaquil como puedo; con imágenes, sonidos, olores y sensaciones erráticas que se han quedado impresas en mi memoria emotiva de la ciudad, como polaroids. Además el seminario no ha parado de motivarme a escribir una crónica. No se si esto llega a ser una crónica, no lo creo, pero al menos son instantáneas del Guayaquil de mis amores. Ahí van:

El olor insoportable, mezcla de carnes crudas, legumbres y mariscos del Mercado Central.
Los parterres con palmeras al estilo “miamiezco” de la Carlos Julio Arosemena.
El incesante subir y bajar de puentes pequeños, medianos y otros casi infinitos.
La sensación de avanzar en círculos por las numerosas circunvalaciones que abundan en la arquitectura urbana.
El intenso olor a cloaca del estero salado.
La niebla después de la lluvia sobre la vegetación del bosque que se alza detrás del barrio El Paraíso.
Las luces de las discotecas gays de la Zona Rosa.
Las luces de las casas del extenso cinturón urbano que forma el Cerro de Mapasingue.
La vista luminosa de la ciudad al lado del río desde el mirador de Bellavista.
Los carros más diversos; desde Volkswagen viejos hasta Amaroks yendo en caravana a Samborondón por el puente de la Unidad Nacional.
Las casas del Guayaquil antiguo en el Barrio del Centenario.
Las subidas y los giros casi suicidas sobre las colinas de "Lomas de Urdesa".
Las casas abandonadas del barrio de Miraflores.
Los limpiavidrios avanlanzándose sobre el parabrisas de los automovilistas impotentes que con el dedo dicen que no, en los semáforos de las calles más transitadas.
Las paisanas vendiendo mangos pelados, cortados y organizados en bolsas de plástico con limón y la sal aparte para el consumo indivual de los compradores.
La panadería en la esquina de Vélez y Boyacá.
Los niños llamados "carameleros" vendiendo chupetes, cigarrillos y golosinas en la calle.
Un mendigo bebiendo agua de la calle, restos de la lluvia, en el extenso parqueadero del centro comercial Albán Borja.
Las calles de Urdesa nombradas cómo árboles que se siguen en orden alfabético: Bálsamos, Cedros, Dátiles, Ébanos, Ficus, Guayacanes, Higueras, Ilanes, Jiguas. 
La imagen aún escalofriante de cuatro hombres bajando de una 4x4 de vidrios polarizados con metralletas en las manos dirigiéndose al vehículo de atrás, al sur de la ciudad.
Un hombre sudoroso con un balde amarillo al hombro gritando "agua 'e coco".
La sensación de no respirar aire sino vapor, por la intensa humedad.
Una mujer parada con su bebé frente a los escombros de una casa derrumbada por la lluvia en un asentamiento precario.
El sonido de esa voz,que parece ser siempre la misma, gritando"loooo-tería, loooo-tería".
El escalofriante Hospital Luis Vernanza cuya proximidad con el cementerio general me parece maquiavélica.
La cruz del Colegio de la Asunción levantándose en medio del área industrial de Vía a Daule.
Los escalofriantes pasos a desnivel sobre calles por donde los carros vuelan debajo.
Las luces de neón del cartel del motel Miami.
El psiquiátrico Lorenzo Ponce, blanco y con letras rojas grandes en las paredes que indican su nombre y que lo hacen parecer más un centro carcelario y menos un centro de salud.
La multitud de gente sudorosa y apurada comprando en La Bahía, un espectáculo siempre colorido.
Las carretillas cubiertas de vidrio, cuidando de las moscas los alimentos en su interior.
La interminable zanja que atraviesa varias etapas de La Alborada.
La bajada temible que parece un precipio, después del cementario privado "Jardines de la Esperanza".
La lluvia poco piadosa cayendo a cántaros sobre la Avenida Las Aguas.
Los canillitas en la calle gritando "Extra, extra", agitando el diario con alguna mujer de curvas pronunciadas en primera plana.
La mirada tierna de una escultura mal hecha: el Mono capuchino, que se levanta entre los dos túneles del cerro Santa Ana.
La sensación de largarse de la ciudad transitando la avenida del Bombero, que luego se transforma en carretera a la playa.
La sensación de estar en un hermoso jardín secreto, subiendo por la calle principal del histórico barrio residencial "Cimas del Bim Bam Bum".
El malecón interminable donde muchas parejas de los sectores populares caminan de la mano en sus paseos dominicales.
Las calles empedradas de Las Peñas y sus faroles, que dan la sensación de estar viajando al tiempo de nuestros abuelos.
El olor a Guayabas pisadas en una callecita del barrio "Los Ceibos".
Un cuidador de carros con franela roja y gorra que al ver el abrazo entre una amiga y yo pregunta "¿Quién es el machito?".
El olor a chicharrón de los bolones de verde recién amasados en un huequito de Los Sauces y una voz que dice "extra chicharrón, por favor".


¡Gracias Mónica por las fotos! Visiten su Flikr para más fotos de Ecuador.

5 comentarios:

  1. Me encanta Dani! Creo que la crónica es el más bello género periodístico. Cuando elegí el seminario, ese no estaba y crusé "Historia del arte" que también es lindo. Me encantaría conocer tu ciudad y comer el mango que ofrecen las señoras en bolsa. Un beso.

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  2. "Las carretillas cubiertas de vidrio, cuidando de las moscas los alimentos en su interior." QuE son las carretillas? Por cierto, no conozco tu Guayaquil City, pero ahora me la puedo imaginar. Ya la conocerE. Un abrazo.

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  3. Simoooooón! que bueno leerte por aquí :) Las carretillas son puestitos ambulantes de comida, con llantas. Guayaquil city va a reventar, tanto calor no se puede aguantar "Oyé pana! que pasa por la calle?". Besotes!

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  4. Dani, siempre es bueno leerte querida amiga.
    Ah perfecto, deben ser las mismas carretillas que se usan en la construcciOn adaptadas como restaurante ambulante, comida rApida de la buena jeje.
    Justamente lo poco que conocIa de tu ciudad era la canciOn de mano negra, pero las fotos y tu crOnica sugieren conocerla. Fuerte abrazo.

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  5. Anónimo9:38 p. m.

    Muy buena crónica. Felicitaciones!

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