jueves, abril 04, 2013
El vendedor de libretas
Hace algunos meses M, una amiga, me regaló una libreta. En realidad había comprado tres en el subte y yo le pedí una. Me la vendió pero yo la sentí como un regalo. Le dije que era una traficante de libretas. Me reí y la guardé. No pensé que esa pila de hojitas con tapa de cartón con colores mal combinados sería la guardiana del tesoro de mis palabras. ¿Por qué tesoro? porque las palabras escritas en esa libreta no fueron palabras cualquiera, no. Fueron palabras que me reconciliaron con la escritura. Siendo ella tan pequeña, la empecé a llevar conmigo a todas partes y a sacarla de mi bolso cada vez que la escritura me urgía. A mí todo o me urge o me da igual. La escritura cuando aparece, se me impone como una urgencia. Esa libreta me recordó que lo que a mí me gusta es escribir. Y volví a hacerlo, volví a hacerlo en todas partes: en el colectivo, en un café, en el tren, hasta caminando. En conclusión: creo que nunca una libreta me hizo tan feliz pues además pasaba yo por tiempos duros; una separación, exceso de trabajo, falta de dinero, falta de motivación cualquiera. Después de un tiempo M volvió a aparecer con una libreta y esta vez sí fue regalo. Justo a tiempo, yo ya había empezado a llenar las hojas de la mía en los pequeños márgenes en blanco, se había consumido toda, como una vela. En esta, las palabras ya no fueron escritas con urgencia, sino más bien, pensadas, aburridas. Había sufrido la escasez del papel y temía no tener otra libreta (ESA libreta) en largo tiempo. No podía llenarla con palabras a mi antojo; esta vez no estaba funcionando. Incluso dejé de llevarla conmigo a todas partes y pasó a ocupar un lugar en mi velador. Un cuaderno rojo le robó el lugar en mi cartera. Hoy en el subte se dio un encuentro inesperado. Hoy vi al vendedor de las libretas. Tenía cara bondadosa. Llevaba una caja con libretas y en la mano varias pilas que usaba para repartir, mostrar y en casi todos los casos, volver a guardar. No abundan los compradores de libretas. Las vendía en un paquete de tres, agarradas por un elástico y además ¡una bic! que pensé: está de más, habría que decirle que esas libretas son la joya suficiente. Agarré mis seis libretas con fuerza —tres de ellas usurpadas de la pasajera de al lado— e inmediatamente empecé a buscar dinero en el bolso que por supuesto, está por todas partes (quizás algún día encuentre un vendedor de una billetera que sea la guardiana de mi dinero), y junté la suma. Cuando el vendedor ya estaba en plena recolección, empujé mis grandes audífonos hacia atrás y cayeron sobre mi nuca (todo un símbolo postmoderno de respeto, sacarse los audífonos para alguien), y le entregué el dinero a cambio de quedarme yo con sus libretas. Me saqué los audífonos también porque quería hablarle, quería decirle algo así como: "Me encantan tus libretas", o "no sabes como me gustan estas libretas", o "he estado buscando tanto estas libretas", o "siento que ya te conozco pues conozco de antes tus libretas", o "una amiga siempre te compra estas libretas y las trafica para quienes amamos escribir en ellas", o. Todo sería muy cursi para quien está apurado en la venta, pero le di el dinero y sonreí como mejor pude, con todo el cuerpo y la cara. Él también sonrío, apurado. Yo voy a empezar a escribir en mis libretas lo que se me antoje, escuchando la urgencia de las palabras cuando me sorprendan en cualquier lugar, en cualquier momento. Total ahora tengo seis y creo que ya sé donde encontrar al vendedor, aunque me gustaría pensar que su recorrido no es siempre el mismo y que quizás otra vez las libretas vuelvan a mis manos, inesperadas, sorprendentes.
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