Well I guess what they say is true
I could never spend my life with a man like you
domingo, mayo 12, 2013
martes, abril 23, 2013
Ver y no tocar. (Petróleo)
Más que atacar furiosamente al juguete,
lo que hacen los niños es ponerlo a prueba:
¿cuánto resiste?
¿cuánto resiste?
El artesano, Richard Sennet
Petróleo. Ese líquido negro, pesado, que deja ver en su superficie luminosa distintos colores nacarados. Petróleo. Yo era la afortunada poseedora de una miniatura de barril de madera que tenía petróleo adentro. El pequeño souvenir llevaba la marca de Petroecuador, la petrolera estatal donde mi papá trabajó muchos años. Ahora el barril descansaba en el escritorio de la oficina de mi abuelo Guillermo pero lo que era de mi abuelo, era mío también. El pequeño barril era de una perfección sublime y sólida y sus dos extremos estaban cubiertos de un vidrio grueso que parecía imposible de romper. "Imposible de romper", terrible atracción seductora. Podía ver el petróleo, podía verlo muy de cerca, agitarlo de un lado al otro. Me fascinaba ver como los vidrios del barril se enjuagaban en el petróleo. Era un ver y no tocar, ver y no experimentar ¿Habría forma alguna de hacer en aquel barril un agujero? Ya había tenido otros juguetes que diseccioné porque compartían la misma característica: guardar un líquido en su interior que yo podía ver pero no tocar. Me fascinaban. El primero fue un biberón de juguete que tenía leche adentro. No aguanté la impaciencia mucho tiempo y terminé rompiéndolo, comprobando que lo que había dentro no era leche sino un líquido amargo y algo pegajoso. Gran decepción. El segundo fue un termómetro que me brindó horas de diversión al descubrir la facilidad que tiene el mercurio para escaparse. Pero la miniatura de barril era distinta, era un juguete sofisticado e inquebrantable. Recuerdo pasar mucho tiempo acostada en el sofá de la oficina de mi abuelo con el barril en las manos pensando en esta imposibilidad. Era un pequeño tesoro fuera de mi alcance, aquel barril tenía petróleo adentro, una pequeña riqueza atrapada; una miniatura de la riqueza inalcanzable.
lunes, abril 08, 2013
Polaroids de Guayaquil
Barrio "Las Peñas", casas del Guayaquil antiguo
Transeúnte en "Las Peñas"
Centro de Guayaquil
Churros
Semanas después, la inscripción
virtual se ha materializado; estoy sentada en el aula 104 de la sede
de Santiago del Estero esperando que empiece la clase. Tres horas
después sigo sentada en el mismo lugar, aturdida, sorprendida, la
clase me ha maravillado y cuando eso pasa no puedo abandonar el aula
de inmediato. Me quedo ahí, como estática, saboreando ese momento
en que alguien ha logrado transmitir por iguales cuotas,
conocimiento e inspiración. Las hojas de mi cuaderno rebasan de
nombres autores, títulos de crónicas, recursos literarios, nombres
de películas, de documentales, de ideas propias, de ideas ajenas y
de frases textuales de mi profesor quien da las clases como sin darse
cuenta de que cuando habla, lo hace con verdadera poesía.
Hoy tuve mi tercera clase del
seminario. A este encuentro sólo asistimos cuatro personas y no me
sorprende; sostengo la tesis de que lo bello casi siempre pasa por
desapercibido. Las primeras dos horas hablamos de crónicas que mi
profesor llama “ultra contemporáneas” y nos hemos pasado viendo
unos libros que él ha llevado para que ojeemos. Anuncia que tomemos
un descanso de veinte minutos, el seminario dura tres horas. Sin
querer bajamos juntos las escaleras y comentamos algo sobre el
horario de la clase; no hay nadie a esa hora en la facultad, son las
cuatro de la tarde. “Fantasmagórico” le digo. “A mí, me
gusta, es tranquilo”, dice él.
Ya en el patio, prende un cigarrillo y
me pregunta de dónde soy. Le digo que de Ecuador, de Guayaquil y su
cara se ilumina, me cuenta que está por hacer un viaje a Quito.
“Quito es hermoso”, le digo y acto seguido me pide
recomendaciones de viaje con la restricción de cinco días. Entonces
me pongo el cassette de siempre y le digo que el centro histórico
vale la pena recorrerlo todo en varios días, que es el mejor
preservado del continente y que no puede dejar de visitar “La capilla del hombre”; el museo del pintor y escultor Oswaldo
Guayasamín. Después de nombrarle las bondades de Quito me dice que
algo ha llamado su atención: no le he dicho nada sobre Guayaquil, mi
ciudad.
Y entonces me viene de pronto un
sentimiento de vergüenza; nada peor que quien reniega de su lugar de
origen, pero no es que yo reniegue, es que no sé como narrar
Guayaquil en términos turísticos. Guayaquil, turísticamente, para
mí, es inexplicable. Creo que sólo quien vive en ella puede amarla
y encontrarla bella. Guayaquil es sobre todo "localísima", y el poco tiempo de los viajeros no alcanzaría nunca a apreciar la frenética,
diversa y marginal Guayaquil. Diversa por sus lugares, que van desde lo más ostentosos narco complejos hasta los asentamientos de extrema pobreza y diversa también por su gente; a Guayaquil la habitamos blancos, negros, cholos, mestizos, montubios, serranos y demases. En fin, Guayaquil es una ciudad para vivirla,
no para visitarla.
Después de esta conversación me quedó
la amarga sensación de vivir en una ciudad que por momentos, cuando
se la tengo que contar a otros, se me hace intangible. Me entró
entonces la urgencia de narrar Guayaquil como puedo; con imágenes,
sonidos, olores y sensaciones erráticas que se han quedado impresas
en mi memoria emotiva de la ciudad, como polaroids. Además el seminario no ha parado de motivarme a escribir una crónica. No se si esto llega a ser una crónica, no lo creo, pero al menos son instantáneas del Guayaquil de mis amores. Ahí van:
El olor insoportable, mezcla de carnes
crudas, legumbres y mariscos del Mercado Central.
Los parterres con palmeras al estilo
“miamiezco” de la Carlos Julio Arosemena.
El incesante subir y bajar de puentes
pequeños, medianos y otros casi infinitos.
La sensación de avanzar en círculos
por las numerosas circunvalaciones que abundan en la arquitectura
urbana.
El intenso olor a cloaca del estero
salado.
La niebla después de la lluvia sobre
la vegetación del bosque que se alza detrás del barrio El Paraíso.
Las luces de las discotecas gays de la
Zona Rosa.
Las luces de las casas del extenso
cinturón urbano que forma el Cerro de Mapasingue.
La vista luminosa de la ciudad al lado
del río desde el mirador de Bellavista.
Los carros más diversos; desde Volkswagen viejos hasta Amaroks yendo en caravana a Samborondón por
el puente de la Unidad Nacional.
Las casas del Guayaquil antiguo en el
Barrio del Centenario.
Las subidas y los giros casi suicidas
sobre las colinas de "Lomas de Urdesa".
Las casas abandonadas del barrio de
Miraflores.
Los limpiavidrios avanlanzándose sobre
el parabrisas de los automovilistas impotentes que con el dedo dicen
que no, en los semáforos de las calles más transitadas.
Las paisanas vendiendo mangos pelados,
cortados y organizados en bolsas de plástico con limón y la sal
aparte para el consumo indivual de los compradores.
La panadería en la esquina de Vélez y Boyacá.
Los niños llamados "carameleros"
vendiendo chupetes, cigarrillos y golosinas en la calle.
Un mendigo bebiendo agua de la calle,
restos de la lluvia, en el extenso parqueadero del centro comercial Albán Borja.
Las calles de Urdesa nombradas cómo árboles que se siguen en orden alfabético: Bálsamos, Cedros, Dátiles, Ébanos, Ficus, Guayacanes, Higueras, Ilanes, Jiguas.
Las calles de Urdesa nombradas cómo árboles que se siguen en orden alfabético: Bálsamos, Cedros, Dátiles, Ébanos, Ficus, Guayacanes, Higueras, Ilanes, Jiguas.
La imagen aún escalofriante de cuatro hombres bajando de una 4x4 de
vidrios polarizados con metralletas en las manos dirigiéndose al
vehículo de atrás, al sur de la ciudad.
Un hombre sudoroso con un balde
amarillo al hombro gritando "agua 'e coco".
La sensación de no respirar aire sino
vapor, por la intensa humedad.
Una mujer parada con su bebé frente a
los escombros de una casa derrumbada por la lluvia en un asentamiento
precario.
El sonido de esa voz,que parece ser siempre la misma, gritando"loooo-tería, loooo-tería".
El sonido de esa voz,que parece ser siempre la misma, gritando"loooo-tería, loooo-tería".
El escalofriante Hospital Luis Vernanza
cuya proximidad con el cementerio general me parece maquiavélica.
La cruz del Colegio de la Asunción
levantándose en medio del área industrial de Vía a Daule.
Los escalofriantes pasos a desnivel
sobre calles por donde los carros vuelan debajo.
Las luces de neón del cartel del motel
Miami.
El psiquiátrico Lorenzo Ponce, blanco
y con letras rojas grandes en las paredes que indican su nombre y que
lo hacen parecer más un centro carcelario y menos un centro de
salud.
La multitud de gente sudorosa y apurada
comprando en La Bahía, un espectáculo siempre colorido.
Las carretillas cubiertas de vidrio,
cuidando de las moscas los alimentos en su interior.
La interminable zanja que atraviesa
varias etapas de La Alborada.
La bajada temible que parece un
precipio, después del cementario privado "Jardines de la Esperanza".
La lluvia poco piadosa cayendo a
cántaros sobre la Avenida Las Aguas.
Los canillitas en la calle gritando
"Extra, extra", agitando el diario con alguna mujer
de curvas pronunciadas en primera plana.
La mirada tierna de una escultura mal
hecha: el Mono capuchino, que se levanta entre los dos túneles del
cerro Santa Ana.
La sensación de largarse de la ciudad
transitando la avenida del Bombero, que luego se transforma en
carretera a la playa.
La sensación de estar en un hermoso
jardín secreto, subiendo por la calle principal del histórico
barrio residencial "Cimas del Bim Bam Bum".
El malecón interminable donde muchas
parejas de los sectores populares caminan de la mano en sus paseos
dominicales.
Las calles empedradas de Las Peñas y
sus faroles, que dan la sensación de estar viajando al tiempo de
nuestros abuelos.
El olor a Guayabas pisadas en una
callecita del barrio "Los Ceibos".
Un cuidador de carros con franela roja
y gorra que al ver el abrazo entre una amiga y yo pregunta "¿Quién
es el machito?".
El olor a chicharrón de los bolones de
verde recién amasados en un huequito de Los Sauces y una voz que
dice "extra chicharrón, por favor".
¡Gracias Mónica por las fotos! Visiten su Flikr para más fotos de Ecuador.
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sábado, abril 06, 2013
Criança
Después de ocho años de vivir afuera
de mi país es que lo puedo ver con cierta distancia.
Desnaturalizarlo, si se quiere sonar más intelectual. Esta
desnaturalización es un darse cuenta. Yo me di cuenta de que en
Ecuador las relaciones coloniales persisten. Yo alcancé, y cuánto
agradezco por ello, a ser criada por una verdadera matrona: la prima
de mi mamá, mi tía Elsa, quien ya había cuidado antes a otras
niñas de la familia. Le digo matrona porque mi tía me cuidó como si me hubiese parido. Mi mamá, que era bastante moderna para la
época -madre soltera, usaba jeans, manejaba y trabajaba- anunció
que terminada su licencia de maternidad me llevaría a una
guardería. “De ninguna manera” dicen que respondió mi tía
Elsa, y el lunes antes de que mi mamá se fuera a trabajar, llegó
para quedarse conmigo, quién diría, por siete años.
Mi tía Elsa
llegaba muy temprano a la casa, no sé a qué hora, pero cuando yo me
despertaba para ir a la escuela ella ya estaba ahí. Todos los días
me hacía un peinado distinto, agarraba una peinilla y con fuerza
tiraba de mi pelo para atrás, dejando un efecto achinado en mis ojos
y la frente tirante. Era la única manera de que regresara peinada
después de ocho horas en la escuela, supongo. Estoy segura de que mi
mamá recuerda más que yo mis berrinches cuando mi tía Elsa se fue. Madre moderna y una absoluta inútil para los peinados. Ella los hacía y
yo en un acto rebelde y de suma tristeza a la vez, los deshacía. Al
final las dos enojadas y yo me tenía que conformar con ir a la
escuela con un cola de caballo común, como las demás niñas.
Mi tía
cuidaba de que mi uniforme esté impecable y bien planchado. Nunca he
vuelto a reconocer en mí tal pulcritud. A ella le encantaban
tres cosas: los perfumes, Juan Luis Guerra y las alhajas. De mi tía
recibí como regalos una pulsera de plata y un anillo. En mi primera
comunión me regaló una pulsera y un reloj que hacían juego, creo
que aún los conservo en mi casa de Guayaquil. El anillo lo perdí en
la escuela cuando una compañera me lo pidió prestado y al día
siguiente cuando se lo pedí me dijo con soltura: “lo perdió mi
hermano” y siguió escribiendo en su cuaderno, la muy insolente, como si nada hubiera
pasado mientras a mí por dentro me carcomían el pánico y la furia.
En realidad la reprimenda ya la había recibido el día anterior
cuando se lo había prestado, pues cuando llegaba de la escuela mi
tía me sometía a una especie de revisión. A ver si estás peinada,
y qué es esa mancha en la camisa, y demás. Todavía recuerdo la gran
reprimenda que me dio ese día mientras me bañaba. Frotaba la
esponja más fuerte que de costumbre, pero sólo ligeramente. Lo que más
dolían eran sus palabras, que emitidas de su boca siempre eran como
sentencias.
Mi tía Elsa tenía mucho carácter, o al menos eso yo
creía. Cuando crecí y la vi retando a sus nietos y luego, en
secreto, reírse conmigo de forma cómplice, me di cuenta de que todo
había sido siempre una actuación. Mi tía educaba a través del
miedo. Yo tenía tanto miedo de mi tía que recreé en mi mente como
real una situación que sólo fue amenaza. La amenaza de mi tía era
siempre la misma, y violenta “si haces tal cosa, te meto en la cisterna”. Yo tengo el recuerdo de estar flotando dentro de la cisterna, viendo sólo agua alrededor, pero hoy puedo estar segura de que esa mujer dulce hubiese
sido incapaz. Como dije antes, era todo una actuación. Esa era su pedagogía ante una niña inquieta. She didn't know any better.
Como mi madre siempre fue la peor escogiendo el
momento oportuno para cualquier cosa, no tuvo mejor idea que
comunicarme en mi cumpleaños número siete que mi tía me
abandonaría. Su hija recién había dado a luz y la tarea natural de
la matrona era criar a su nieta María José. Se derrumbó el mundo.
Debe ser uno de los días en los que más he llorado en mi vida
entera. En mi cuarto tenía un ángel de cerámica, dulce y mujer, a
la que recé que no me quitara a mi tía pero fue en vano. Mi tía se fue. Junto a ella había pasado siete años mis tardes
y mis mañanas antes de ir a la escuela. Me vestía, me bañaba, me
peinaba. Cuidaba de mí como nadie, ni siquiera mi mamá cuidó de mí
después con tanto ahínco.
Con mi tía mantengo hasta hoy una relación de estrecha
amistad. Cuando vivía en Guayaquil la llamaba siempre por teléfono
para contarnos los chismes de la familia. Siempre en las reuniones
familiares nos la pasamos abrazadas, parloteando. Cuando nos vemos, las dos nos llenamos de abrazos y besos. En todos mis cumpleaños,
llora. Llora por que crezco. Le encanta jactarse de que nos ha criado
y también reniega de mis primas ingratas. De mí nunca puede
quejarse; yo le agradezco hasta hoy sus cuidados en mi infancia con gran afecto.
viernes, abril 05, 2013
Breve historia de un unfollow
Yo leía con frecuencia a una mujer que imaginaba interesante. Su escritura era ocurrente, fácil, irónica. Hablaba mucho de cine. Las personas que saben de cine me atraen porque tienen algo que yo no tengo; no sé de cine aunque que quisiera. Muchas de las películas que vi no las recuerdo, ni hablar de nombres de actores y actrices. Sé, eso sí, reconocer lo bello. En fin, su seudónimo también me gustaba; era gracioso y enigmático al mismo tiempo. Tengo una obsesión con los nombres y los seudónimos. Podría enamorarme de alguien sólo por su nombre. Se empezó a entramar entre las dos una relación, aunque ella nunca lo supo quizás porque yo nunca le escribí; nunca abrí una conversación, nunca le hice un RT, nunca un fav.
Estuve siempre muy cómoda en mi lectura silenciosa y quizás la leí demasiado. La cotidianidad nos unió como escritora elocuente y lectora silenciosa, pero también nos alejó. Es que además del tiempo, algo pasó que lo cambió todo. Hace poco mi escritora se reveló en una foto y todo en mí se desbarató. No es que el descubrimiento me desagrade, no, es sólo que no era lo que esperaba. Y no es que yo sea superficial, no, es sólo que me la había imaginado distinta; misteriosa, fuerte, con el pelo negro y la mirada audaz. No estaba lista para enfrentarme a un (des)peinado rubio ceniza alborotado, una cara cansada y en los ojos ese estado de falsa alerta de los que toman mucho café. Era frágil, era común, era, como yo. Mis ilusiones de lectora a la basura. Mi escritora imaginada perdida para siempre, muerta. Mi fanatismo silencioso en vano. Mi decepción tan grande que no pude leerla más.
Estuve siempre muy cómoda en mi lectura silenciosa y quizás la leí demasiado. La cotidianidad nos unió como escritora elocuente y lectora silenciosa, pero también nos alejó. Es que además del tiempo, algo pasó que lo cambió todo. Hace poco mi escritora se reveló en una foto y todo en mí se desbarató. No es que el descubrimiento me desagrade, no, es sólo que no era lo que esperaba. Y no es que yo sea superficial, no, es sólo que me la había imaginado distinta; misteriosa, fuerte, con el pelo negro y la mirada audaz. No estaba lista para enfrentarme a un (des)peinado rubio ceniza alborotado, una cara cansada y en los ojos ese estado de falsa alerta de los que toman mucho café. Era frágil, era común, era, como yo. Mis ilusiones de lectora a la basura. Mi escritora imaginada perdida para siempre, muerta. Mi fanatismo silencioso en vano. Mi decepción tan grande que no pude leerla más.
jueves, abril 04, 2013
El vendedor de libretas
Hace algunos meses M, una amiga, me regaló una libreta. En realidad había comprado tres en el subte y yo le pedí una. Me la vendió pero yo la sentí como un regalo. Le dije que era una traficante de libretas. Me reí y la guardé. No pensé que esa pila de hojitas con tapa de cartón con colores mal combinados sería la guardiana del tesoro de mis palabras. ¿Por qué tesoro? porque las palabras escritas en esa libreta no fueron palabras cualquiera, no. Fueron palabras que me reconciliaron con la escritura. Siendo ella tan pequeña, la empecé a llevar conmigo a todas partes y a sacarla de mi bolso cada vez que la escritura me urgía. A mí todo o me urge o me da igual. La escritura cuando aparece, se me impone como una urgencia. Esa libreta me recordó que lo que a mí me gusta es escribir. Y volví a hacerlo, volví a hacerlo en todas partes: en el colectivo, en un café, en el tren, hasta caminando. En conclusión: creo que nunca una libreta me hizo tan feliz pues además pasaba yo por tiempos duros; una separación, exceso de trabajo, falta de dinero, falta de motivación cualquiera. Después de un tiempo M volvió a aparecer con una libreta y esta vez sí fue regalo. Justo a tiempo, yo ya había empezado a llenar las hojas de la mía en los pequeños márgenes en blanco, se había consumido toda, como una vela. En esta, las palabras ya no fueron escritas con urgencia, sino más bien, pensadas, aburridas. Había sufrido la escasez del papel y temía no tener otra libreta (ESA libreta) en largo tiempo. No podía llenarla con palabras a mi antojo; esta vez no estaba funcionando. Incluso dejé de llevarla conmigo a todas partes y pasó a ocupar un lugar en mi velador. Un cuaderno rojo le robó el lugar en mi cartera. Hoy en el subte se dio un encuentro inesperado. Hoy vi al vendedor de las libretas. Tenía cara bondadosa. Llevaba una caja con libretas y en la mano varias pilas que usaba para repartir, mostrar y en casi todos los casos, volver a guardar. No abundan los compradores de libretas. Las vendía en un paquete de tres, agarradas por un elástico y además ¡una bic! que pensé: está de más, habría que decirle que esas libretas son la joya suficiente. Agarré mis seis libretas con fuerza —tres de ellas usurpadas de la pasajera de al lado— e inmediatamente empecé a buscar dinero en el bolso que por supuesto, está por todas partes (quizás algún día encuentre un vendedor de una billetera que sea la guardiana de mi dinero), y junté la suma. Cuando el vendedor ya estaba en plena recolección, empujé mis grandes audífonos hacia atrás y cayeron sobre mi nuca (todo un símbolo postmoderno de respeto, sacarse los audífonos para alguien), y le entregué el dinero a cambio de quedarme yo con sus libretas. Me saqué los audífonos también porque quería hablarle, quería decirle algo así como: "Me encantan tus libretas", o "no sabes como me gustan estas libretas", o "he estado buscando tanto estas libretas", o "siento que ya te conozco pues conozco de antes tus libretas", o "una amiga siempre te compra estas libretas y las trafica para quienes amamos escribir en ellas", o. Todo sería muy cursi para quien está apurado en la venta, pero le di el dinero y sonreí como mejor pude, con todo el cuerpo y la cara. Él también sonrío, apurado. Yo voy a empezar a escribir en mis libretas lo que se me antoje, escuchando la urgencia de las palabras cuando me sorprendan en cualquier lugar, en cualquier momento. Total ahora tengo seis y creo que ya sé donde encontrar al vendedor, aunque me gustaría pensar que su recorrido no es siempre el mismo y que quizás otra vez las libretas vuelvan a mis manos, inesperadas, sorprendentes.
sábado, marzo 23, 2013
Dicen que el dolor de muelas es dolor de amores. A mí siempre me coincidió.
— Dani Caine (@danielaescobar) 21 de marzo de 2013
viernes, marzo 15, 2013
Cómo devorar un libro nuevo (o dos)
I just wanna feel everything
Every single night's alright, every single night's a fight
And every single fight's alright with my brain
Océano Mar
"El mar borra por la noche, la marea esconde, es como si no hubiera pasado nunca nadie, es como si no hubiéramos existido nunca. Si hay un lugar en el mundo en el que puedas pensar que no hay nada, ese lugar esta aquí, ya no es tierra, todavía no es mar, no es vida falsa, no es vida verdadera, es tiempo, tiempo que pasa y basta." Fragmento de Océano Mar, Alessandro Baricco.
viernes, enero 11, 2013
I got no money
Ayer soñé que tenía mis ahorros guardados en alguna parte. Cuando fui a buscarlos no eran dinero sino agua y estaban guardados en un bolso de tela. El agua se escurría y yo trataba, sin mucho esfuerzo, lograr retener aunque sea un poco.
sábado, octubre 27, 2012
Viajes en primera clase
Ciudad
de Guayaquil, Aeropuerto Internacional Simón Bolívar. Trato de seguir con paso decidido a mi papá que se abre
lugar entre la gente hasta llegar al counter de la Golden
Box. Mi equipaje es entregado, al igual que mi pasaje y según
dice mi papá ya no tenemos que hacer nada, sólo esperar el avión.
En realidad la que tiene que esperar el avión soy yo, porque viajo
sola. Mi papá entra conmigo hasta la sala de embarque VIP y después
de tomarse una Coca-Cola bien fría se despide de mí con un beso no
sin antes chequear que tenga mi pasaporte. Esta última acción nos
lleva alrededor de diez minutos ya que entre todas las cosas que
llevo desordenadas en los dos bolsos de mano se me hace difícil
encontrarlo. Finalmente, ahí está, dentro un bolso más pequeño,
tejido, que compré en el mercado artesanal de Quito en las últimas
vacaciones. Todo “ok”.
Veo
a mi papá abandonar la sala con su andar seguro y despreocupado.
Pienso en cuanto lo quiero y en que caminamos igual. Antes de cruzar
la puerta se vira para mirarme con su amplia sonrisa y me grita
"¡Buen viaje mi amor!". Yo me río porque todos en la sala
se han detenido un segundo para ver quien es el inportuno que se ha
atrevido a gritar en la sala VIP. Le tiro un beso. Saco mi discman y
me dispongo a escuchar Jagged Little Pill pero
descubro algo fascinante, hay un teléfono en la sala que puedo
utilizar para hacer llamadas locales. Llamo a mi mejor amiga para
decirle que estoy en la sala vip del aeropuerto y se la describo por
completo. Me dice que se tiene que ir al bautizo de su hermana y
cortamos. Vuelvo a prender el discman y me adelanto a Ironic,
quiero escuchar la parte donde dice "and as the plane crashed
down he thought, well it isn't this nice?". Me hace gracia
dadas las circunstancias.
Empiezo
a aburrirme y dejo la música. Busco una revista y de paso me sirvo
un jugo de manzana. Vuelvo a mi sofá y ojeo la revista, es de una
aereolínea y está escrita así: una página en inglés y una en
español. Hay un artículo sobre la construcción del canal de
Panamá. Mi abuelo fue hace poco tiempo para un congreso de
despachantes de aduana y me dijo que Ciudad de Panamá era como
Guayaquil. No entiendo bien qué es lo que hace mi abuelo en
realidad, y debería hacerlo porque mi mamá hace lo mismo, trabajan
juntos en una oficina en Vélez y Boyacá.
Veo
que una de las chicas del VIP se acerca, es para avisarme que ya es
hora de embarcar. Junto a mí salen tres pasajeros más. Todos vamos
en el mismo vuelo a Dallas. Los cortos pasos desde adentro hasta el
bus que nos lleva al avión son sofocantes. En el autobús hay aire
acondicionado, el tramo hasta llegar al avión es tan corto que el
trayecto me parece ridículo. Subimos las escaleras metálicas y allí
nos reciben las azafatas sonrientes que nos invitan a sentarnos en
nuestros cómodos asientos de primera clase. Somos pocos así que el
asiento a mi lado está vacío. La azafata me ofrece algo para tomar
y un snack.
Saco
mi bolso con libros. Los viajes en avión son tan interminables. He
traído tres: Ramona, Are you there God? It's me
Margaret y Where the heart is. Todos están en
inglés. Saco el último, se trata de una mujer que tiene un bebé en
Wallmart y vive ahí escondida con él. Leo alrededor de dos horas y
termino el libro. Está atardeciendo. Saco mi cámara y tomo unas
fotos desde la ventana. Me encanta como se ven las nubes desde el
avión. Saco la pantalla que tengo en un compartimiento del asiento.
Veo la ruta, estamos volando sobre el mar. Toco la pantalla para ver
el menú de opciones y nada me convence. Saco Ramona.
Cómo me gusta este libro. Abro el asiento hasta quedar acostada y
leo hasta quedarme dormida.
Un
tiempo largo después escucho que la azafata está ofreciendo la
cena. Le pido sólo el postre, frutillas con crema. Cuando llegamos a
Dallas ya es de noche, el capitán se despide y nos dice la
temperatura de la ciudad. Cuando salimos del gate veo
una pantalla que muestra el estado y las terminales de los vuelos.
Busco la puerta de embarque en un mapa del aeropuerto que me dieron
en el avión. Es lejos. Hay un tren que le da la vuelta al
aeropuerto de Dallas, es gigante. Pienso que tal vez debería
intentar llegar a mi puerta con él pero me da miedo perderme así
que decido ir caminando con mis dos bolsos. Paseo por la tiendas
del dutty free y en una me compro marcadores de
colores para dibujar algo en el próximo vuelo con los dólares que
me dio mi papá.
Después
de caminar un largo tramo y esperar al embarque, llego a mi segundo
avión. Es muy diferente al primero. Esta vez viajo en business class
y tengo un asiento circular. Todo los asientos parecen estar
completos. A mi lado viaja un señor perfumado que tiene puesto un
sombrero de paja toquilla y un reloj muy brillante que llama mi
atención. Me doy cuenta que todos los pasajeros son hombres, hombres
de negocios, business men. Miro mis tennis, mi jean y mi
abrigo de colores y me trato de acomodar un poco el pelo pero me doy
cuenta que sin un cepillo va a ser una tarea imposible.
Me
siento un poco incómoda hasta que el hombre que se sienta a mi lado
empieza a hablarme. Me pide que lo ayude a sacar la pantalla, le digo
que claro y en dos movimientos pongo la pantalla frente a él. Dice
algo así como “¡Ah! Los niños de hoy saben más que nosotros los
viejos” y me agradece con una sonrisa. Me pregunta a dónde estoy
viajando y le digo que voy a visitar a mi tío que vive cerca de San
Francisco por las vacaciones de la escuela para aprender más inglés.
Él me cuenta que está viajando por negocios, tiene un cafetal en
colombia. Pienso que debe estar forrado y me acuerdo de la novela
colombiana que miro con mi mamá: Café con aroma de mujer.
El
viaje hasta San Francisco transcurre en silencio excepto en el
momento en que comemos. El señor cafetelaro, Alejandro, me cuenta
todo el proceso para tostar el café y yo le cuento que cerca de mi
casa en Guayaquil está la fábrica de Sí Café y todos los días
llega un aroma increible de ahí. También le digo que me encanta
desayunar con café y que a mi mamá, si no lo hace, después le
duele la cabeza todo el día. El me escucha y se ríe después de
cada frase que digo. Es muy simpático y ya no me siento incómoda
por el desastre andante que soy. Cuando la azafata nos trae el
formulario de migración Alejandro me ayuda a completarlo.
Ya
estamos cerca, lo confirma el capitán, en poco tiempo estaremos
aterrizando y yo empezaré mis vacaciones con unos días en San
Francisco. Mi tío va a llevarme a conocer la casa donde vivió
cuando estudiaba en Berkeley. También me dijo que me llevaría a
conocer la bahía, el barrio chino, el acuario y un museo de
ciencias. Nos vamos a quedar tres días en San Francisco y después
iremos hasta su ciudad en carro.
Cuando
salimos del avión hacemos la parada obligatoria por migraciones y
respondo a las preguntas en inglés. El agente que está parado
frente a mí es jóven. Me pregunta a través del vidrio si voy
a ir a Disneyland, le digo que ya fui el año pasado y se ríe
diciendo “Oooh, ok miss”. Voy a buscar mi equipaje,
allí me encuentro con el colombiano, Alejandro. Él me ayuda a bajar
mi bolso de la cinta y nos despedimos con afecto. Cuando salgo mi tío
está esperándome impaciente. Unas vacaciones increíbles están por
comenzar.
domingo, octubre 21, 2012
Inconcluso
Los senos - Fémina from Joel Esparza on Vimeo.
Era uno de esos días en que Guayaquil la aburría más que nunca. El calor sofocante la hacía sentir que no respiraba más que vapor. Se miró al espejo y se sintió incómoda reconociendo que la camiseta que tenía puesta era algo masculina. Se subió las mangas doblándolas tres veces y giró el cuello amplio para un lado descubriendo a penas el hombro izquierdo. Puso la espalda derecha y se miró de perfil para cerciorarse de que todo seguía en orden. Bien. Todo seguía igual. No habían crecido ni un milímetro. Estaba preocupadísima porque Hilda le había dicho que en cualquier momento empezarían a crecer y desarrollaría un par de tetas sin precedentes. Era inevitable. Casi todas las mujeres de la familia sufrían de los dolores que sus senos pesados les provocaban. Después de tener hijos, y ya entrada en años, le colgarían hasta la cintura. Seguro. Eso le había pasado a la abuela, juraba Hilda. La única forma de evitarlo era poner una plancha sobre las tetas en luna llena. Así el crecimiento se cortaría "la luna las pasma", decía Hilda. Ella no había tenido que hacerlo porque su complexión era exacta a la de la bisabuela Isabel, cadavérica. No había chances de que en ese cuerpo delgadísimo crecieran senos extravagantes. Sería casi contradictorio. Hilda había tirado una bomba ese domingo y se había marchado dejándola sola con la idea de la plancha y la luna. ¿Cómo se supone que sabría que había luna llena? ¿Cómo llevaría la plancha del patio hasta su cuarto en el tercer piso sin levantar las sospechas de nadie? Nunca iba al patio, menos al lavadero y todos siempre estaban pendientes de todo lo que hacía, era insoportable. Pensó que quizás sólo sería suficiente utilizar algo pesado, cambiar la plancha por otra cosa ¡eso! ¡eso haría! pero, no, Hilda había dicho que tenía que ser una plancha. Pensó un poco más. ¿Por qué una plancha? ¡Ah! por el metal. La luna y el metal, algo extraño debía pasar ahí. Seguramente los rayos lunares sólo actuaban como paralizadores si penetraban a través de un objeto metálico. "Y a ver ¿Qué puede ser?" Se preguntaba ojeando el cuarto en silencio. "Lo tengo". A partir de ese día buscó a la luna cada noche por la ventana. "Aburrido", hasta que descubrió una sección del periódico donde figuraba el ciclo lunar. Sólo tuvo que esperar nueve días. Un martes con la luna llena entrando por la ventana, se acostó en su cama y con cuidado puso una fría máquina de escribir sobre sus senos. "No crecerán, no crecerán" decía para sí, sin saber que estaba atravesando el peor rito iniciático de todos, el de las escritoras de relatos y senos inconclusos.
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