domingo, mayo 12, 2013

martes, abril 23, 2013

Ver y no tocar. (Petróleo)

Más que atacar furiosamente al juguete,
 lo que hacen los niños es ponerlo a prueba:
¿cuánto resiste?
El artesano, Richard Sennet

Petróleo. Ese líquido negro, pesado, que deja ver en su superficie luminosa distintos colores nacarados. Petróleo. Yo era la afortunada poseedora de una miniatura de barril de madera que tenía petróleo adentro. El pequeño souvenir llevaba la marca de Petroecuador, la petrolera estatal donde mi papá trabajó muchos años. Ahora el barril descansaba en el escritorio de la oficina de mi abuelo Guillermo pero lo que era de mi abuelo, era mío también. El pequeño barril era de una perfección sublime y sólida y sus dos extremos estaban cubiertos de un vidrio grueso que parecía imposible de romper. "Imposible de romper", terrible atracción seductora. Podía ver el petróleo, podía verlo muy de cerca, agitarlo de un lado al otro. Me fascinaba ver como los vidrios del barril se enjuagaban en el petróleo. Era un ver y no tocar, ver y no experimentar ¿Habría forma alguna de hacer en aquel barril un agujero? Ya había tenido otros juguetes que diseccioné porque compartían la misma característica: guardar un líquido en su interior que yo podía ver pero no tocar. Me fascinaban. El primero fue un biberón de juguete que tenía leche adentro. No aguanté la impaciencia mucho tiempo y terminé rompiéndolo, comprobando que lo que había dentro no era leche sino un líquido amargo y algo pegajoso. Gran decepción. El segundo fue un termómetro que me brindó horas de diversión al descubrir la facilidad que tiene el mercurio para escaparse. Pero la miniatura de barril era distinta, era un juguete sofisticado e inquebrantable. Recuerdo pasar mucho tiempo acostada en el sofá de la oficina de mi abuelo con el barril en las manos pensando en esta imposibilidad. Era un pequeño tesoro fuera de mi alcance, aquel barril tenía petróleo adentro, una pequeña riqueza atrapada; una miniatura de la riqueza inalcanzable.




lunes, abril 08, 2013

Polaroids de Guayaquil

Barrio "Las Peñas", casas del Guayaquil antiguo

Transeúnte en "Las Peñas"

Centro de Guayaquil 

Churros

Estoy atravesando, sobreviviendo, mi último año de la carrera de Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. En estos largos años de rigurosas lecturas impuestas y de someterme al violento acto de la educación, un deseo me ha sido concecido: elegir un seminario optativo. Una pequeña libertad y ya sobre el final del recorrido; como el último deseo que se da a quien está a punto de ser ejecutado. La lista de seminarios se despliega en mi computadora. El deseo es restringido por una lista corta con horarios poco convenientes. Un seminario llama mi atención por su baja academicidad “Seminario de Crónicas Urbanas”.
Semanas después, la inscripción virtual se ha materializado; estoy sentada en el aula 104 de la sede de Santiago del Estero esperando que empiece la clase. Tres horas después sigo sentada en el mismo lugar, aturdida, sorprendida, la clase me ha maravillado y cuando eso pasa no puedo abandonar el aula de inmediato. Me quedo ahí, como estática, saboreando ese momento en que alguien ha logrado transmitir por iguales cuotas, conocimiento e inspiración. Las hojas de mi cuaderno rebasan de nombres autores, títulos de crónicas, recursos literarios, nombres de películas, de documentales, de ideas propias, de ideas ajenas y de frases textuales de mi profesor quien da las clases como sin darse cuenta de que cuando habla, lo hace con verdadera poesía.
Hoy tuve mi tercera clase del seminario. A este encuentro sólo asistimos cuatro personas y no me sorprende; sostengo la tesis de que lo bello casi siempre pasa por desapercibido. Las primeras dos horas hablamos de crónicas que mi profesor llama “ultra contemporáneas” y nos hemos pasado viendo unos libros que él ha llevado para que ojeemos. Anuncia que tomemos un descanso de veinte minutos, el seminario dura tres horas. Sin querer bajamos juntos las escaleras y comentamos algo sobre el horario de la clase; no hay nadie a esa hora en la facultad, son las cuatro de la tarde. “Fantasmagórico” le digo. “A mí, me gusta, es tranquilo”, dice él.
Ya en el patio, prende un cigarrillo y me pregunta de dónde soy. Le digo que de Ecuador, de Guayaquil y su cara se ilumina, me cuenta que está por hacer un viaje a Quito. “Quito es hermoso”, le digo y acto seguido me pide recomendaciones de viaje con la restricción de cinco días. Entonces me pongo el cassette de siempre y le digo que el centro histórico vale la pena recorrerlo todo en varios días, que es el mejor preservado del continente y que no puede dejar de visitar “La capilla del hombre”; el museo del pintor y escultor Oswaldo Guayasamín. Después de nombrarle las bondades de Quito me dice que algo ha llamado su atención: no le he dicho nada sobre Guayaquil, mi ciudad.
Y entonces me viene de pronto un sentimiento de vergüenza; nada peor que quien reniega de su lugar de origen, pero no es que yo reniegue, es que no sé como narrar Guayaquil en términos turísticos. Guayaquil, turísticamente, para mí, es inexplicable. Creo que sólo quien vive en ella puede amarla y encontrarla bella. Guayaquil es sobre todo "localísima", y el poco tiempo de los viajeros no alcanzaría nunca a apreciar la frenética, diversa y marginal Guayaquil. Diversa por sus lugares, que van desde lo más ostentosos narco complejos hasta los asentamientos de extrema pobreza y diversa también por su gente; a Guayaquil la habitamos blancos, negros, cholos, mestizos, montubios, serranos y demases. En fin, Guayaquil es una ciudad para vivirla, no para visitarla.
Después de esta conversación me quedó la amarga sensación de vivir en una ciudad que por momentos, cuando se la tengo que contar a otros, se me hace intangible. Me entró entonces la urgencia de narrar Guayaquil como puedo; con imágenes, sonidos, olores y sensaciones erráticas que se han quedado impresas en mi memoria emotiva de la ciudad, como polaroids. Además el seminario no ha parado de motivarme a escribir una crónica. No se si esto llega a ser una crónica, no lo creo, pero al menos son instantáneas del Guayaquil de mis amores. Ahí van:

El olor insoportable, mezcla de carnes crudas, legumbres y mariscos del Mercado Central.
Los parterres con palmeras al estilo “miamiezco” de la Carlos Julio Arosemena.
El incesante subir y bajar de puentes pequeños, medianos y otros casi infinitos.
La sensación de avanzar en círculos por las numerosas circunvalaciones que abundan en la arquitectura urbana.
El intenso olor a cloaca del estero salado.
La niebla después de la lluvia sobre la vegetación del bosque que se alza detrás del barrio El Paraíso.
Las luces de las discotecas gays de la Zona Rosa.
Las luces de las casas del extenso cinturón urbano que forma el Cerro de Mapasingue.
La vista luminosa de la ciudad al lado del río desde el mirador de Bellavista.
Los carros más diversos; desde Volkswagen viejos hasta Amaroks yendo en caravana a Samborondón por el puente de la Unidad Nacional.
Las casas del Guayaquil antiguo en el Barrio del Centenario.
Las subidas y los giros casi suicidas sobre las colinas de "Lomas de Urdesa".
Las casas abandonadas del barrio de Miraflores.
Los limpiavidrios avanlanzándose sobre el parabrisas de los automovilistas impotentes que con el dedo dicen que no, en los semáforos de las calles más transitadas.
Las paisanas vendiendo mangos pelados, cortados y organizados en bolsas de plástico con limón y la sal aparte para el consumo indivual de los compradores.
La panadería en la esquina de Vélez y Boyacá.
Los niños llamados "carameleros" vendiendo chupetes, cigarrillos y golosinas en la calle.
Un mendigo bebiendo agua de la calle, restos de la lluvia, en el extenso parqueadero del centro comercial Albán Borja.
Las calles de Urdesa nombradas cómo árboles que se siguen en orden alfabético: Bálsamos, Cedros, Dátiles, Ébanos, Ficus, Guayacanes, Higueras, Ilanes, Jiguas. 
La imagen aún escalofriante de cuatro hombres bajando de una 4x4 de vidrios polarizados con metralletas en las manos dirigiéndose al vehículo de atrás, al sur de la ciudad.
Un hombre sudoroso con un balde amarillo al hombro gritando "agua 'e coco".
La sensación de no respirar aire sino vapor, por la intensa humedad.
Una mujer parada con su bebé frente a los escombros de una casa derrumbada por la lluvia en un asentamiento precario.
El sonido de esa voz,que parece ser siempre la misma, gritando"loooo-tería, loooo-tería".
El escalofriante Hospital Luis Vernanza cuya proximidad con el cementerio general me parece maquiavélica.
La cruz del Colegio de la Asunción levantándose en medio del área industrial de Vía a Daule.
Los escalofriantes pasos a desnivel sobre calles por donde los carros vuelan debajo.
Las luces de neón del cartel del motel Miami.
El psiquiátrico Lorenzo Ponce, blanco y con letras rojas grandes en las paredes que indican su nombre y que lo hacen parecer más un centro carcelario y menos un centro de salud.
La multitud de gente sudorosa y apurada comprando en La Bahía, un espectáculo siempre colorido.
Las carretillas cubiertas de vidrio, cuidando de las moscas los alimentos en su interior.
La interminable zanja que atraviesa varias etapas de La Alborada.
La bajada temible que parece un precipio, después del cementario privado "Jardines de la Esperanza".
La lluvia poco piadosa cayendo a cántaros sobre la Avenida Las Aguas.
Los canillitas en la calle gritando "Extra, extra", agitando el diario con alguna mujer de curvas pronunciadas en primera plana.
La mirada tierna de una escultura mal hecha: el Mono capuchino, que se levanta entre los dos túneles del cerro Santa Ana.
La sensación de largarse de la ciudad transitando la avenida del Bombero, que luego se transforma en carretera a la playa.
La sensación de estar en un hermoso jardín secreto, subiendo por la calle principal del histórico barrio residencial "Cimas del Bim Bam Bum".
El malecón interminable donde muchas parejas de los sectores populares caminan de la mano en sus paseos dominicales.
Las calles empedradas de Las Peñas y sus faroles, que dan la sensación de estar viajando al tiempo de nuestros abuelos.
El olor a Guayabas pisadas en una callecita del barrio "Los Ceibos".
Un cuidador de carros con franela roja y gorra que al ver el abrazo entre una amiga y yo pregunta "¿Quién es el machito?".
El olor a chicharrón de los bolones de verde recién amasados en un huequito de Los Sauces y una voz que dice "extra chicharrón, por favor".


¡Gracias Mónica por las fotos! Visiten su Flikr para más fotos de Ecuador.

sábado, abril 06, 2013

Criança


Después de ocho años de vivir afuera de mi país es que lo puedo ver con cierta distancia. Desnaturalizarlo, si se quiere sonar más intelectual. Esta desnaturalización es un darse cuenta. Yo me di cuenta de que en Ecuador las relaciones coloniales persisten. Yo alcancé, y cuánto agradezco por ello, a ser criada por una verdadera matrona: la prima de mi mamá, mi tía Elsa, quien ya había cuidado antes a otras niñas de la familia. Le digo matrona porque mi tía me cuidó como si me hubiese parido. Mi mamá, que era bastante moderna para la época -madre soltera, usaba jeans, manejaba y trabajaba- anunció que terminada su licencia de maternidad me llevaría a una guardería. “De ninguna manera” dicen que respondió mi tía Elsa, y el lunes antes de que mi mamá se fuera a trabajar, llegó para quedarse conmigo, quién diría, por siete años. 
Mi tía Elsa llegaba muy temprano a la casa, no sé a qué hora, pero cuando yo me despertaba para ir a la escuela ella ya estaba ahí. Todos los días me hacía un peinado distinto, agarraba una peinilla y con fuerza tiraba de mi pelo para atrás, dejando un efecto achinado en mis ojos y la frente tirante. Era la única manera de que regresara peinada después de ocho horas en la escuela, supongo. Estoy segura de que mi mamá recuerda más que yo mis berrinches cuando mi tía Elsa se fue. Madre moderna y una absoluta inútil para los peinados. Ella los hacía y yo en un acto rebelde y de suma tristeza a la vez, los deshacía. Al final las dos enojadas y yo me tenía que conformar con ir a la escuela con un cola de caballo común, como las demás niñas. 
Mi tía cuidaba de que mi uniforme esté impecable y bien planchado. Nunca he vuelto a reconocer en mí tal pulcritud. A ella le encantaban tres cosas: los perfumes, Juan Luis Guerra y las alhajas. De mi tía recibí como regalos una pulsera de plata y un anillo. En mi primera comunión me regaló una pulsera y un reloj que hacían juego, creo que aún los conservo en mi casa de Guayaquil. El anillo lo perdí en la escuela cuando una compañera me lo pidió prestado y al día siguiente cuando se lo pedí me dijo con soltura: “lo perdió mi hermano” y siguió escribiendo en su cuaderno, la muy insolente, como si nada hubiera pasado mientras a mí por dentro me carcomían el pánico y la furia. En realidad la reprimenda ya la había recibido el día anterior cuando se lo había prestado, pues cuando llegaba de la escuela mi tía me sometía a una especie de revisión. A ver si estás peinada, y qué es esa mancha en la camisa, y demás. Todavía recuerdo la gran reprimenda que me dio ese día mientras me bañaba. Frotaba la esponja más fuerte que de costumbre, pero sólo ligeramente. Lo que más dolían eran sus palabras, que emitidas de su boca siempre eran como sentencias. 
Mi tía Elsa tenía mucho carácter, o al menos eso yo creía. Cuando crecí y la vi retando a sus nietos y luego, en secreto, reírse conmigo de forma cómplice, me di cuenta de que todo había sido siempre una actuación. Mi tía educaba a través del miedo. Yo tenía tanto miedo de mi tía que recreé en mi mente como real una situación que sólo fue amenaza. La amenaza de mi tía era siempre la misma, y violenta “si haces tal cosa, te meto en la cisterna”. Yo tengo el recuerdo de estar flotando dentro de la cisterna, viendo sólo agua alrededor,  pero hoy puedo estar segura de que esa mujer dulce hubiese sido incapaz. Como dije antes, era todo una actuación.  Esa era su pedagogía ante una niña inquieta. She didn't know any better.  
Como mi madre siempre fue la peor escogiendo el momento oportuno para cualquier cosa, no tuvo mejor idea que comunicarme en mi cumpleaños número siete que mi tía me abandonaría. Su hija recién había dado a luz y la tarea natural de la matrona era criar a su nieta María José. Se derrumbó el mundo. Debe ser uno de los días en los que más he llorado en mi vida entera. En mi cuarto tenía un ángel de cerámica, dulce y mujer, a la que recé que no me quitara a mi tía pero fue en vano. Mi tía se fue. Junto a ella había pasado siete años mis tardes y mis mañanas antes de ir a la escuela. Me vestía, me bañaba, me peinaba. Cuidaba de mí como nadie, ni siquiera mi mamá cuidó de mí después con tanto ahínco. 
Con mi tía mantengo hasta hoy una relación de estrecha amistad. Cuando vivía en Guayaquil la llamaba siempre por teléfono para contarnos los chismes de la familia. Siempre en las reuniones familiares nos la pasamos abrazadas, parloteando. Cuando nos vemos, las dos nos llenamos de abrazos y besos. En todos mis cumpleaños, llora. Llora por que crezco. Le encanta jactarse de que nos ha criado y también reniega de mis primas ingratas. De mí nunca puede quejarse; yo le agradezco hasta hoy sus cuidados en mi infancia con gran afecto.

viernes, abril 05, 2013

14 - Mandolin by gustavo pena on Grooveshark

Breve historia de un unfollow

Yo leía con frecuencia a una mujer que imaginaba interesante. Su escritura era ocurrente, fácil, irónica. Hablaba mucho de cine. Las personas que saben de cine me atraen porque tienen algo que yo no tengo; no sé de cine aunque que quisiera. Muchas de las películas que vi no las recuerdo, ni hablar de nombres de actores y actrices. Sé, eso sí, reconocer lo bello. En fin, su seudónimo también me gustaba; era gracioso y enigmático al mismo tiempo. Tengo una obsesión con los nombres y los seudónimos. Podría enamorarme de alguien sólo por su nombre. Se empezó a entramar entre las dos una relación, aunque ella nunca lo supo quizás porque yo nunca le escribí; nunca abrí una conversación, nunca le hice un RT, nunca un fav.
Estuve siempre muy cómoda en mi lectura silenciosa y quizás la leí demasiado. La cotidianidad nos unió como escritora elocuente y lectora silenciosa, pero también nos alejó. Es que además del tiempo, algo pasó que lo cambió todo. Hace poco mi escritora se reveló en una foto y todo en mí se desbarató. No es que el descubrimiento me desagrade, no, es sólo que no era lo que esperaba. Y no es que yo sea superficial, no, es sólo que me la había imaginado distinta; misteriosa, fuerte, con el pelo negro y la mirada audaz. No estaba lista para enfrentarme a un (des)peinado rubio ceniza alborotado, una cara cansada y en los ojos ese estado de falsa alerta de los que toman mucho café. Era frágil,  era común, era, como yo. Mis ilusiones de lectora a la basura. Mi escritora imaginada perdida para siempre, muerta. Mi fanatismo silencioso en vano. Mi decepción tan grande que no pude leerla más.

jueves, abril 04, 2013

El vendedor de libretas


Hace algunos meses M, una amiga, me regaló una libreta. En realidad había comprado tres en el subte y yo le pedí una. Me la vendió pero yo la sentí como un regalo. Le dije que era una traficante de libretas. Me reí y la guardé. No pensé que esa pila de hojitas con tapa de cartón con colores mal combinados sería la guardiana del tesoro de mis palabras. ¿Por qué tesoro? porque las palabras escritas en esa libreta no fueron palabras cualquiera, no. Fueron palabras que me reconciliaron con la escritura. Siendo ella tan pequeña, la empecé a llevar conmigo a todas partes y a sacarla de mi bolso cada vez que la escritura me urgía. A mí todo o me urge o me da igual. La escritura cuando aparece, se me impone como una urgencia. Esa libreta me recordó que lo que a mí me gusta es escribir. Y volví a hacerlo, volví a hacerlo en todas partes: en el colectivo, en un café, en el tren, hasta caminando. En conclusión: creo que nunca una libreta me hizo tan feliz pues además pasaba yo por tiempos duros; una separación, exceso de trabajo, falta de dinero, falta de motivación cualquiera. Después de un tiempo M volvió a aparecer con una libreta y esta vez sí fue regalo. Justo a tiempo, yo ya había empezado a llenar las hojas de la mía en los pequeños márgenes en blanco, se había consumido toda, como una vela. En esta, las palabras ya no fueron escritas con urgencia, sino más bien, pensadas, aburridas. Había sufrido la escasez del papel y temía no tener otra libreta (ESA libreta) en largo tiempo. No podía llenarla con palabras a mi antojo; esta vez no estaba funcionando. Incluso dejé de llevarla conmigo a todas partes y pasó a ocupar un lugar en mi velador. Un cuaderno rojo le robó el lugar en mi cartera. Hoy en el subte se dio un encuentro inesperado. Hoy vi al vendedor de las libretas. Tenía cara bondadosa. Llevaba una caja con libretas y en la mano varias pilas que usaba para repartir, mostrar y en casi todos los casos, volver a guardar. No abundan los compradores de libretas. Las vendía en un paquete de tres, agarradas por un elástico y además ¡una bic! que pensé: está de más, habría que decirle que esas libretas son la joya suficiente. Agarré mis seis libretas con fuerza tres de ellas usurpadas de la pasajera de al lado e inmediatamente empecé a buscar dinero en el bolso que por supuesto, está por todas partes (quizás algún día encuentre un vendedor de una billetera que sea la guardiana de mi dinero), y junté la suma. Cuando el vendedor ya estaba en plena recolección, empujé mis grandes audífonos hacia atrás y cayeron sobre mi nuca (todo un símbolo postmoderno de respeto, sacarse los audífonos para alguien), y le entregué el dinero a cambio de quedarme yo con sus libretas. Me saqué los audífonos también porque quería hablarle, quería decirle algo así como: "Me encantan tus libretas", o "no sabes como me gustan estas libretas", o "he estado buscando tanto estas libretas", o "siento que ya te conozco pues conozco de antes tus libretas", o "una amiga siempre te compra estas libretas y las trafica para quienes amamos escribir en ellas", o. Todo sería muy cursi para quien está apurado en la venta, pero le di el dinero y sonreí como mejor pude, con todo el cuerpo y la cara. Él también sonrío, apurado. Yo voy a empezar a escribir en mis libretas lo que se me antoje, escuchando la urgencia de las palabras cuando me sorprendan en cualquier lugar, en cualquier momento. Total ahora tengo seis y creo que ya sé donde encontrar al vendedor, aunque me gustaría pensar que su recorrido no es siempre el mismo y que quizás otra vez las libretas vuelvan a mis manos, inesperadas, sorprendentes.

sábado, marzo 23, 2013

viernes, marzo 15, 2013

Cómo devorar un libro nuevo (o dos)



Libros nuevos. Amo el papel. Hoy fui a la librería buscando una recomendación de Rache: Océano Mar de Baricco. Ayer fui a su casa y me enamoré de lo poco de leí del libro. Me atrapó con las primeras líneas y porque, por supuesto, habla del mar. Sentí una escritura hiper profunda, sensible y además poética. Su tapa verde agua me pareció tan, tan seductora. Tenía que tenerlo. Como estoy atravesando una vez más, una gripe insolente, el cuerpo solo me alcanzó para ir a una librería cerca, en Avenida de Mayo. “¿Oceáno Mar de Baricco?” sabía que no lo iban a tener, ya había ojeado los estantes y estaban todos los demás libros del italiano, menos ese. De él leí “Ensayo sobre una mutación” y me pareció interesantísimo y ahora me urgía conocer ese Baricco más literario. En falta del libro me avalancé con otro de portada seductora, también recomendado por Rache, estudiante del traductorado de inglés y exquisita lectora. El libro comprado es de una de mis editoriales favoritas, TusQuets (los libros de cuadraditos blancos y negros), y muestra un hombre con cara de lobo (o un lobo con cuerpo de hombre), lamiendo unas botas altas de mujer. Una imagen bastante "sadomaso" que me sedujo al instante, resaltando en la mesa de la cocina de Rache. La criatura lleva un anillo y una correa en el cuello, su cuerpo está marcado y la bota que lame es de cuero. Un cuadro no poco sugerente. Lo llevo. El otro libro que compré hoy es de Ian McEwan, autor que también conocí gracias a Rache (Rache, Rache ¡qué serían de mis lecturas sin ti!), quien me prestó una colección de relatos “Primer amor, últimos ritos”, que me atrapó de inmediato por mi fascinación con las historias que involucran algún tipo de rito iniciático. Lo amé. Todas los cuentos de este libro están atados por un hilo y el conjunto es simplemente genial. Historias donde los niños no son tan inocentes, y donde lo macabro es narrado con naturalidad. Su portada es fantástica también. Se titula “Entre las sábanas” y en la tapa no hay más que eso: dos cuerpos debajo de sábanas celestes, a penas asoman dos cabezas. La parte superior donde están el título y el autor: rosa melocotón. Me lo como, lo llevo. Es de la colección Quinteto de Anagrama. Disculpen la escritura errática de este post, me emociono cuando se que buenas lecturas están por venir. ¡A devorar!

I just wanna feel everything



Every single night's alright, every single night's a fight
And every single fight's alright with my brain

Océano Mar



"El mar borra por la noche,  la marea esconde, es como si no hubiera pasado nunca nadie, es como si no hubiéramos existido nunca. Si hay un lugar en el mundo en el que puedas pensar que no hay nada, ese lugar esta aquí, ya no es tierra, todavía no es mar, no es vida falsa, no es vida verdadera, es tiempo, tiempo que pasa y basta." Fragmento de Océano Mar, Alessandro Baricco.

viernes, enero 11, 2013

I got no money


Ayer soñé que tenía mis ahorros guardados en alguna parte. Cuando fui  a buscarlos no eran dinero sino agua y estaban guardados en un bolso de tela. El agua se escurría y yo trataba, sin mucho esfuerzo, lograr retener aunque sea un poco.

sábado, octubre 27, 2012

Viajes en primera clase



Ciudad de Guayaquil, Aeropuerto Internacional Simón Bolívar. Trato de seguir con paso decidido a mi papá que se abre lugar entre la gente hasta llegar al counter de la Golden Box. Mi equipaje es entregado, al igual que mi pasaje y según dice mi papá ya no tenemos que hacer nada, sólo esperar el avión. En realidad la que tiene que esperar el avión soy yo, porque viajo sola. Mi papá entra conmigo hasta la sala de embarque VIP y después de tomarse una Coca-Cola bien fría se despide de mí con un beso no sin antes chequear que tenga mi pasaporte. Esta última acción nos lleva alrededor de diez minutos ya que entre todas las cosas que llevo desordenadas en los dos bolsos de mano se me hace difícil encontrarlo. Finalmente, ahí está, dentro un bolso más pequeño, tejido, que compré en el mercado artesanal de Quito en las últimas vacaciones. Todo “ok”.
Veo a mi papá abandonar la sala con su andar seguro y despreocupado. Pienso en cuanto lo quiero y en que caminamos igual. Antes de cruzar la puerta se vira para mirarme con su amplia sonrisa y me grita "¡Buen viaje mi amor!". Yo me río porque todos en la sala se han detenido un segundo para ver quien es el inportuno que se ha atrevido a gritar en la sala VIP. Le tiro un beso. Saco mi discman y me dispongo a escuchar Jagged Little Pill pero descubro algo fascinante, hay un teléfono en la sala que puedo utilizar para hacer llamadas locales. Llamo a mi mejor amiga para decirle que estoy en la sala vip del aeropuerto y se la describo por completo. Me dice que se tiene que ir al bautizo de su hermana y cortamos. Vuelvo a prender el discman y me adelanto a Ironic, quiero escuchar la parte donde dice "and as the plane crashed down he thought, well it isn't this nice?". Me hace gracia dadas las circunstancias.
Empiezo a aburrirme y dejo la música. Busco una revista y de paso me sirvo un jugo de manzana. Vuelvo a mi sofá y ojeo la revista, es de una aereolínea y está escrita así: una página en inglés y una en español. Hay un artículo sobre la construcción del canal de Panamá. Mi abuelo fue hace poco tiempo para un congreso de despachantes de aduana y me dijo que Ciudad de Panamá era como Guayaquil. No entiendo bien qué es lo que hace mi abuelo en realidad, y debería hacerlo porque mi mamá hace lo mismo, trabajan juntos en una oficina en Vélez y Boyacá.
Veo que una de las chicas del VIP se acerca, es para avisarme que ya es hora de embarcar. Junto a mí salen tres pasajeros más. Todos vamos en el mismo vuelo a Dallas. Los cortos pasos desde adentro hasta el bus que nos lleva al avión son sofocantes. En el autobús hay aire acondicionado, el tramo hasta llegar al avión es tan corto que el trayecto me parece ridículo. Subimos las escaleras metálicas y allí nos reciben las azafatas sonrientes que nos invitan a sentarnos en nuestros cómodos asientos de primera clase. Somos pocos así que el asiento a mi lado está vacío. La azafata me ofrece algo para tomar y un snack.
Saco mi bolso con libros. Los viajes en avión son tan interminables. He traído tres: RamonaAre you there God? It's me Margaret y Where the heart is. Todos están en inglés. Saco el último, se trata de una mujer que tiene un bebé en Wallmart y vive ahí escondida con él. Leo alrededor de dos horas y termino el libro. Está atardeciendo. Saco mi cámara y tomo unas fotos desde la ventana. Me encanta como se ven las nubes desde el avión. Saco la pantalla que tengo en un compartimiento del asiento. Veo la ruta, estamos volando sobre el mar. Toco la pantalla para ver el menú de opciones y nada me convence. Saco Ramona. Cómo me gusta este libro. Abro el asiento hasta quedar acostada y leo hasta quedarme dormida.
Un tiempo largo después escucho que la azafata está ofreciendo la cena. Le pido sólo el postre, frutillas con crema. Cuando llegamos a Dallas ya es de noche, el capitán se despide y nos dice la temperatura de la ciudad. Cuando salimos del gate veo una pantalla que muestra el estado y las terminales de los vuelos. Busco la puerta de embarque en un mapa del aeropuerto que me dieron en el avión. Es lejos. Hay un tren que le da la vuelta al aeropuerto de Dallas, es gigante. Pienso que tal vez debería intentar llegar a mi puerta con él pero me da miedo perderme así que decido ir caminando con mis dos bolsos. Paseo por la tiendas del dutty free y en una me compro marcadores de colores para dibujar algo en el próximo vuelo con los dólares que me dio mi papá.
Después de caminar un largo tramo y esperar al embarque, llego a mi segundo avión. Es muy diferente al primero. Esta vez viajo en business class y tengo un asiento circular. Todo los asientos parecen estar completos. A mi lado viaja un señor perfumado que tiene puesto un sombrero de paja toquilla y un reloj muy brillante que llama mi atención. Me doy cuenta que todos los pasajeros son hombres, hombres de negocios, business men. Miro mis tennis, mi jean y mi abrigo de colores y me trato de acomodar un poco el pelo pero me doy cuenta que sin un cepillo va a ser una tarea imposible.
Me siento un poco incómoda hasta que el hombre que se sienta a mi lado empieza a hablarme. Me pide que lo ayude a sacar la pantalla, le digo que claro y en dos movimientos pongo la pantalla frente a él. Dice algo así como “¡Ah! Los niños de hoy saben más que nosotros los viejos” y me agradece con una sonrisa. Me pregunta a dónde estoy viajando y le digo que voy a visitar a mi tío que vive cerca de San Francisco por las vacaciones de la escuela para aprender más inglés. Él me cuenta que está viajando por negocios, tiene un cafetal en colombia. Pienso que debe estar forrado y me acuerdo de la novela colombiana que miro con mi mamá: Café con aroma de mujer.
El viaje hasta San Francisco transcurre en silencio excepto en el momento en que comemos. El señor cafetelaro, Alejandro, me cuenta todo el proceso para tostar el café y yo le cuento que cerca de mi casa en Guayaquil está la fábrica de Sí Café y todos los días llega un aroma increible de ahí. También le digo que me encanta desayunar con café y que a mi mamá, si no lo hace, después le duele la cabeza todo el día. El me escucha y se ríe después de cada frase que digo. Es muy simpático y ya no me siento incómoda por el desastre andante que soy. Cuando la azafata nos trae el formulario de migración Alejandro me ayuda a completarlo.
Ya estamos cerca, lo confirma el capitán, en poco tiempo estaremos aterrizando y yo empezaré mis vacaciones con unos días en San Francisco. Mi tío va a llevarme a conocer la casa donde vivió cuando estudiaba en Berkeley. También me dijo que me llevaría a conocer la bahía, el barrio chino, el acuario y un museo de ciencias. Nos vamos a quedar tres días en San Francisco y después iremos hasta su ciudad en carro.
Cuando salimos del avión hacemos la parada obligatoria por migraciones y respondo a las preguntas en inglés. El agente que está parado frente a mí es jóven. Me pregunta a través del vidrio si voy a ir a Disneyland, le digo que ya fui el año pasado y se ríe diciendo “Oooh, ok miss”. Voy a buscar mi equipaje, allí me encuentro con el colombiano, Alejandro. Él me ayuda a bajar mi bolso de la cinta y nos despedimos con afecto. Cuando salgo mi tío está esperándome impaciente. Unas vacaciones increíbles están por comenzar.

domingo, octubre 21, 2012

Inconcluso


Los senos - Fémina from Joel Esparza on Vimeo.

Era uno de esos días en que Guayaquil la aburría más que nunca. El calor sofocante la hacía sentir que no respiraba más que vapor. Se miró al espejo y se sintió incómoda reconociendo que la camiseta que tenía puesta era algo masculina. Se subió las mangas doblándolas tres veces y giró el cuello amplio para un lado descubriendo a penas el hombro izquierdo. Puso la espalda derecha y se miró de perfil para cerciorarse de que todo seguía en orden. Bien. Todo seguía igual. No habían crecido ni un milímetro. Estaba preocupadísima porque Hilda le había dicho que en cualquier momento empezarían a crecer y desarrollaría un par de tetas sin precedentes. Era inevitable. Casi todas las mujeres de la familia sufrían de los dolores que sus senos pesados les provocaban. Después de tener hijos, y ya entrada en años, le colgarían hasta la cintura. Seguro. Eso le había pasado a la abuela, juraba Hilda. La única forma de evitarlo era poner una plancha sobre las tetas en luna llena. Así el crecimiento se cortaría "la luna las pasma", decía Hilda. Ella no había tenido que hacerlo porque su complexión era exacta a la de la bisabuela Isabel, cadavérica. No había chances de que en ese cuerpo delgadísimo crecieran senos extravagantes. Sería casi contradictorio. Hilda había tirado una bomba ese domingo y se había marchado dejándola sola con la idea de la plancha y la luna. ¿Cómo se supone que sabría que había luna llena? ¿Cómo llevaría la plancha del patio hasta su cuarto en el tercer piso sin levantar las sospechas de nadie? Nunca iba al patio, menos al lavadero y todos siempre estaban pendientes de todo lo que hacía, era insoportable. Pensó que quizás sólo sería suficiente utilizar algo pesado, cambiar la plancha por otra cosa ¡eso! ¡eso haría! pero, no, Hilda había dicho que tenía que ser una plancha. Pensó un poco más. ¿Por qué una plancha? ¡Ah! por el metal. La luna y el metal, algo extraño debía pasar ahí. Seguramente los rayos lunares sólo actuaban como paralizadores si penetraban a través de un objeto metálico. "Y a ver ¿Qué puede ser?" Se preguntaba ojeando el cuarto en silencio. "Lo tengo". A partir de ese día buscó a la luna cada noche por la ventana. "Aburrido", hasta que descubrió una sección del periódico donde figuraba el ciclo lunar. Sólo tuvo que esperar nueve días. Un martes con la luna llena entrando por la ventana, se acostó en su cama y con cuidado puso una fría máquina de escribir sobre sus senos. "No crecerán, no crecerán" decía para sí, sin saber que estaba atravesando el peor rito iniciático de todos, el de las escritoras de relatos y senos inconclusos.