P. D. En cuanto al conejo blanco, quizás convenga compararlo con
el universo entero. Los que vivimos aquí somos unos bichosminúsculos que vivimos muy dentro de la piel del conejo. Pero
los filósofos intentan subirse por encima de uno de esos fines
pelillos para mirar a los ojos al gran prestidigitador.
¿Me sigues, Sofía? Continúa.
Con el Mundo de Sofía bajo el brazo. Socrátes, San Agustín, Nietzsche. La primera vez que nos trataron de explicar Marx en la clase de Sociología no entendimos nada. Disfrutamos viendo películas en un salón lleno de almohadones, junto a una profesora que mezclaba sus clases de literatura con cine. Leímos los primeros textos que nos interesaron de verdad. "Las manos que crecen", "El laberinto de Asterión", "Las cruces sobre el agua". Recuperamos el tiempo perdido luego de muchas malas profesora de literatura. Escribimos nuestras primeras producciones.
No estudiamos en un colegio común. Desde los cinco años entramos a un colegio que además de preocuparse por nuestra formación académica, nos convocaba a comprometernos con un determinado cambio social. Recuerdo estar junto a todos mis compañeros de segundo grado viendo la televisión: había un genocidio en Rwanda. La estábamos viendo. Una monja explicaba lo que sucedía. Veíamos en silencio. Queríamos mucho a las madres, pero también les teníamos un profundo respeto. Eso no significa que hayamos tenido una buena disciplina. Nos metimos en muchos problemas.
Éramos llamados a amar nuestro tiempo y a tratar de ser agentes de cambio. "He decidido entregarme, no prestarme" decía una frase tallada letra por letra en madera en la capilla. La educación decían, podía transformar la sociedad. Claro que era católico y de monjas, pero ellas parecían más bien la vertiente feminista de Movimiento para Sacerdotes del Tercer Mundo (ja!) que otra cosa. Hacían votos de pobreza y vivían muy cerca de la comunidad que ayudaban a desarrollar.
Durante dos años, una vez a la semana subía el cerro de Mapasingue junto con muchos otros compañeros para trabajar en las casas. Dábamos clases de apoyo escolar, algunos tuvieron la difícil tarea de alfabetizar adultos, la mayoría madres solteras. El segundo año subí todos los viernes para dar clases de inglés en un centro que fue construído junto a la comunidad. De religión nunca se hablaba, eso me gustaba. Antes de empezar con las clases, almorzábamos en la cocina del centro los platos que nos preparaban algunas mujeres que eran nuestras alumnas. Cuando bajábamos del cerro, agotados, recojíamos nuestras cosas en nuestra base, la casa de las monjas, donde nuestros padres nos iban a buscar.
La realidad estaba ahí, y nosotros estabámos viviéndola en esas comunidades. Creo que nuestra mente literalmente se expandía cada vez que íbamos al cerro. Quisiera tener fotos. Recuerdo haberme tomado una con unos niños que vivían solos porque sus padres habían migrado a España. Vivían sobre la tierra en una casa de caña. Cuatro literas de madera. Pero seguían siendo niños, o al menos eso parecía.
Todas estas experiencias se magnificaron el año pasado cuando trabajé en un proyecto aplicado en una escuela media de Buenos Aires. Todo era muy distinto. Esta era una escuela tradicional. Empecé a sentir mucha nostalgia de mi colegio en Guayaquil, de los profesores que nos proponían actividades diferentes, de los trabajos personales de investigación, de los debates en clase, de la libertad para realizar proyectos creativos. Estos espacios de educación altenativa existen, y no en Suecia, sino aquí en latinoamérica, en Ecuador, en Argentina.
Hay grietas donde la innovación sucede. Espacios educativos que funcionan casi como laboratorios tratando de encontrar una respuesta para el sistema educativo de hoy. No hay una receta. Cada institución y cada comunidad son distintas. Nuestro proyecto fue uno de estos espacios, por suerte.