Una postal de mi casa en Miraflores, Guayaquil. A la derecha debería estar el árbol.
El día que cortaron el árbol de
mangos fue uno de los más tristes. Los vecinos de la casa de al lado
empezaron a quejarse porque las ramas estaban haciendo ceder una de
sus paredes. “Amargados”, pensé yo. No entendía como algo tan
estúpido y banal haría desaparecer mi árbol. “¿No hay nada que
podamos hacer?” le preguntaba a mi mamá con insistencia y los ojos
llenos de lágrimas. Ella también se moría de pena. Creo que todos
en la casa estuvimos afligidos un buen tiempo por la tala del árbol.
Todo lo que recuerdo del día en que cortaron el árbol es que la
cocina se llenó de muchísimas fundas llenas hasta el tope de mangos. En la tristeza había encontrado la felicidad. Creo que nunca había visto tantos mangos
juntos en mi vida, y mi tía Elsa que sabía que me encantaban los más verdes ya se había puesto a pelar algunos. Comí mangos como nunca,
hasta que me dolió tanto la panza como esa vez que hice un concurso
(en el que la única participante era yo) de tomar más de seis vasos de agua seguidos. De ese día también recuerdo el patio lleno
de hojas. Recuerdo como se sentía el tronco en mis dedos. Había
leído en alguna parte que se podía contar los años de los árboles
por los círculos que se formaban en su tronco, pero era muy difícil,
los círculos se superponían. De todas formas, decidí que aquel
árbol debía tener más de 100 años, y también decidí que el que
había pedido que cortaran un árbol tan viejo por una pared estúpida
debía ser un verdadero idiota. Lloré sobre el tronco de mi árbol
de mango, le pedí perdón por haber sido feliz comiendo los frutos
que habíamos extraído de su tala. Lloré porque me parecía tan
injusto, tan ridículo, tan poco inteligente. ¿Qué importaba la
casa de los vecinos? ¿Qué importaba que se les cayera la pared
abajo? Ojalá se les caiga encima de todas formas, pensaba, mientras
abrazaba lo que quedaba de mi árbol, una vez frondoso, una vez lleno
de mangos.