Barrio "Las Peñas", casas del Guayaquil antiguo
Transeúnte en "Las Peñas"
Centro de Guayaquil
Churros
Estoy atravesando, sobreviviendo, mi último año de la
carrera de Comunicación en la Universidad de Buenos Aires. En estos
largos años de rigurosas lecturas impuestas y de someterme al
violento acto de la educación, un deseo me ha sido concecido: elegir
un seminario optativo. Una pequeña libertad y ya sobre el final del
recorrido; como el último deseo que se da a quien está a punto de
ser ejecutado. La lista de seminarios se despliega en mi computadora.
El deseo es restringido por una lista corta con horarios poco
convenientes. Un seminario llama mi atención por su baja
academicidad “Seminario de Crónicas Urbanas”.
Semanas después, la inscripción
virtual se ha materializado; estoy sentada en el aula 104 de la sede
de Santiago del Estero esperando que empiece la clase. Tres horas
después sigo sentada en el mismo lugar, aturdida, sorprendida, la
clase me ha maravillado y cuando eso pasa no puedo abandonar el aula
de inmediato. Me quedo ahí, como estática, saboreando ese momento
en que alguien ha logrado transmitir por iguales cuotas,
conocimiento e inspiración. Las hojas de mi cuaderno rebasan de
nombres autores, títulos de crónicas, recursos literarios, nombres
de películas, de documentales, de ideas propias, de ideas ajenas y
de frases textuales de mi profesor quien da las clases como sin darse
cuenta de que cuando habla, lo hace con verdadera poesía.
Hoy tuve mi tercera clase del
seminario. A este encuentro sólo asistimos cuatro personas y no me
sorprende; sostengo la tesis de que lo bello casi siempre pasa por
desapercibido. Las primeras dos horas hablamos de crónicas que mi
profesor llama “ultra contemporáneas” y nos hemos pasado viendo
unos libros que él ha llevado para que ojeemos. Anuncia que tomemos
un descanso de veinte minutos, el seminario dura tres horas. Sin
querer bajamos juntos las escaleras y comentamos algo sobre el
horario de la clase; no hay nadie a esa hora en la facultad, son las
cuatro de la tarde. “Fantasmagórico” le digo. “A mí, me
gusta, es tranquilo”, dice él.
Ya en el patio, prende un cigarrillo y
me pregunta de dónde soy. Le digo que de Ecuador, de Guayaquil y su
cara se ilumina, me cuenta que está por hacer un viaje a Quito.
“Quito es hermoso”, le digo y acto seguido me pide
recomendaciones de viaje con la restricción de cinco días. Entonces
me pongo el cassette de siempre y le digo que el centro histórico
vale la pena recorrerlo todo en varios días, que es el mejor
preservado del continente y que no puede dejar de visitar “La capilla del hombre”; el museo del pintor y escultor Oswaldo
Guayasamín. Después de nombrarle las bondades de Quito me dice que
algo ha llamado su atención: no le he dicho nada sobre Guayaquil, mi
ciudad.
Y entonces me viene de pronto un
sentimiento de vergüenza; nada peor que quien reniega de su lugar de
origen, pero no es que yo reniegue, es que no sé como narrar
Guayaquil en términos turísticos. Guayaquil, turísticamente, para
mí, es inexplicable. Creo que sólo quien vive en ella puede amarla
y encontrarla bella. Guayaquil es sobre todo "localísima", y el poco tiempo de los viajeros no alcanzaría nunca a apreciar la frenética,
diversa y marginal Guayaquil. Diversa por sus lugares, que van desde lo más ostentosos narco complejos hasta los asentamientos de extrema pobreza y diversa también por su gente; a Guayaquil la habitamos blancos, negros, cholos, mestizos, montubios, serranos y demases. En fin, Guayaquil es una ciudad para vivirla,
no para visitarla.
Después de esta conversación me quedó
la amarga sensación de vivir en una ciudad que por momentos, cuando
se la tengo que contar a otros, se me hace intangible. Me entró
entonces la urgencia de narrar Guayaquil como puedo; con imágenes,
sonidos, olores y sensaciones erráticas que se han quedado impresas
en mi memoria emotiva de la ciudad, como polaroids. Además el seminario no ha parado de motivarme a escribir una crónica. No se si esto llega a ser una crónica, no lo creo, pero al menos son instantáneas del Guayaquil de mis amores. Ahí van:
El olor insoportable, mezcla de carnes
crudas, legumbres y mariscos del Mercado Central.
Los parterres con palmeras al estilo
“miamiezco” de la Carlos Julio Arosemena.
El incesante subir y bajar de puentes
pequeños, medianos y otros casi infinitos.
La sensación de avanzar en círculos
por las numerosas circunvalaciones que abundan en la arquitectura
urbana.
El intenso olor a cloaca del estero
salado.
La niebla después de la lluvia sobre
la vegetación del bosque que se alza detrás del barrio El Paraíso.
Las luces de las discotecas gays de la
Zona Rosa.
Las luces de las casas del extenso
cinturón urbano que forma el Cerro de Mapasingue.
La vista luminosa de la ciudad al lado
del río desde el mirador de Bellavista.
Los carros más diversos; desde Volkswagen viejos hasta Amaroks yendo en caravana a Samborondón por
el puente de la Unidad Nacional.
Las casas del Guayaquil antiguo en el
Barrio del Centenario.
Las subidas y los giros casi suicidas
sobre las colinas de "Lomas de Urdesa".
Las casas abandonadas del barrio de
Miraflores.
Los limpiavidrios avanlanzándose sobre
el parabrisas de los automovilistas impotentes que con el dedo dicen
que no, en los semáforos de las calles más transitadas.
Las paisanas vendiendo mangos pelados,
cortados y organizados en bolsas de plástico con limón y la sal
aparte para el consumo indivual de los compradores.
La panadería en la esquina de Vélez y Boyacá.
Los niños llamados "carameleros"
vendiendo chupetes, cigarrillos y golosinas en la calle.
Un mendigo bebiendo agua de la calle,
restos de la lluvia, en el extenso parqueadero del centro comercial Albán Borja.
Las calles de Urdesa nombradas cómo árboles que se siguen en orden alfabético: Bálsamos, Cedros, Dátiles, Ébanos, Ficus, Guayacanes, Higueras, Ilanes, Jiguas.
La imagen aún escalofriante de cuatro hombres bajando de una 4x4 de
vidrios polarizados con metralletas en las manos dirigiéndose al
vehículo de atrás, al sur de la ciudad.
Un hombre sudoroso con un balde
amarillo al hombro gritando "agua 'e coco".
La sensación de no respirar aire sino
vapor, por la intensa humedad.
Una mujer parada con su bebé frente a
los escombros de una casa derrumbada por la lluvia en un asentamiento
precario.
El sonido de esa voz,que parece ser siempre la misma, gritando"loooo-tería, loooo-tería".
El escalofriante Hospital Luis Vernanza
cuya proximidad con el cementerio general me parece maquiavélica.
La cruz del Colegio de la Asunción
levantándose en medio del área industrial de Vía a Daule.
Los escalofriantes pasos a desnivel
sobre calles por donde los carros vuelan debajo.
Las luces de neón del cartel del motel
Miami.
El psiquiátrico Lorenzo Ponce, blanco
y con letras rojas grandes en las paredes que indican su nombre y que
lo hacen parecer más un centro carcelario y menos un centro de
salud.
La multitud de gente sudorosa y apurada
comprando en La Bahía, un espectáculo siempre colorido.
Las carretillas cubiertas de vidrio,
cuidando de las moscas los alimentos en su interior.
La interminable zanja que atraviesa
varias etapas de La Alborada.
La bajada temible que parece un
precipio, después del cementario privado "Jardines de la Esperanza".
La lluvia poco piadosa cayendo a
cántaros sobre la Avenida Las Aguas.
Los canillitas en la calle gritando
"Extra, extra", agitando el diario con alguna mujer
de curvas pronunciadas en primera plana.
La mirada tierna de una escultura mal
hecha: el Mono capuchino, que se levanta entre los dos túneles del
cerro Santa Ana.
La sensación de largarse de la ciudad
transitando la avenida del Bombero, que luego se transforma en
carretera a la playa.
La sensación de estar en un hermoso
jardín secreto, subiendo por la calle principal del histórico
barrio residencial "Cimas del Bim Bam Bum".
El malecón interminable donde muchas
parejas de los sectores populares caminan de la mano en sus paseos
dominicales.
Las calles empedradas de Las Peñas y
sus faroles, que dan la sensación de estar viajando al tiempo de
nuestros abuelos.
El olor a Guayabas pisadas en una
callecita del barrio "Los Ceibos".
Un cuidador de carros con franela roja
y gorra que al ver el abrazo entre una amiga y yo pregunta "¿Quién
es el machito?".
El olor a chicharrón de los bolones de
verde recién amasados en un
huequito de Los Sauces y una voz que
dice "extra chicharrón, por favor".
¡Gracias Mónica por las fotos! Visiten
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